Alexander Bojabich

2. El consejo de Alfin

La noche cayó como un manto pesado sobre el pueblo. En mi habitación, recostado boca arriba, miraba el techo de madera como si en él se escribieran respuestas que aún no entendía. Los símbolos de la escuela seguían revoloteando en mi mente. Había algo en mí que no terminaba de encajar con este mundo… o quizás, algo que encajaba demasiado bien con otro.

Tocaron la puerta.

—¿No puedes dormir tampoco? —preguntó Huijh, asomándose con una linterna.

—No he dejado de pensar en lo que pasó. Lo del hechizo, Alfin, el libro flotando… Todo fue demasiado real.

Huijh se sentó en el borde de mi cama.

—¿Volvemos? —preguntó sin rodeos.

Asentí sin pensarlo. Ya no era curiosidad, era necesidad.

—Mañana, al amanecer.

Intenté dormir, cayendo en un sueño profundo.

No pasó mucho tiempo y me levanté de golpe. El sol aún no salía; solo estábamos Huijh roncando, mi madre durmiendo, y las estrellas otorgando su máximo esplendor.

—¿Alexander? —preguntó Huijh, medio dormido.

—Sí, soy yo —le respondí, pero no obtuve respuesta. Huijh aún seguía soñando.

Al salir el sol, caminé hasta el río más cercano para refrescarme un poco.

Después de nadar unos minutos, regresé a casa mientras las gotas se escurrían por mi cuerpo. Me sentía impaciente. Impaciente por aprender un poco más de lo que soy capaz.

El sol comenzaba a elevarse lentamente, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y dorados. Caminaba descalzo por el sendero húmedo que llevaba de regreso al pueblo, con la ropa empapada pegada a la piel y la brisa matutina acariciándome el rostro. El agua del río aún resbalaba por mi espalda, fría, pero revitalizante. Sentía que cada gota lavaba parte de mis dudas.

Al llegar a casa, empujé suavemente la puerta de madera.

Dentro, todo estaba en calma.

La luz matinal apenas se colaba por la ventana, dibujando figuras en la pared de piedra. El aroma a hierbas secas y pan recién horneado flotaba en el aire. Mi madre aún dormía en su habitación, envuelta en su manto de tela blanca bordada con símbolos élficos. La magia en esa casa era tan natural como el aire que respirábamos.

Huijh roncaba suavemente en el sofá. Sus pies colgaban por fuera, como siempre. Me saqué la camisa mojada con cuidado, para no hacer ruido, y la colgué cerca del fuego aún tibio.

Me quedé unos segundos de pie, solo escuchando. Sentía que ese lugar, mi hogar, era el único rincón del mundo donde podía detenerme y pensar sin miedo.

Caminé hasta la mesa, donde había un cuenco con frutas silvestres y pan de avena. Tomé un trozo y me senté en silencio. Mis pensamientos volvían, como siempre, a lo que había despertado dentro de mí. A los símbolos flotando en el libro. A Alfin. Al hechizo que no debería haber podido hacer.

Cerré los ojos por un momento.

Mi madre decía que el hogar no era el lugar donde vives, sino donde la magia te reconoce como parte de ella.

Y aunque mi origen seguía siendo un misterio, esta casa… esta vida... seguía siendo mi ancla.

—Buenos días —saludó Huijh, recién levantándose—. ¿Por qué estás despierto y empapado tan temprano?

—Ja, podría decirse que fue un impulso de madrugada —le respondí con una sonrisa.

Se estiró ruidosamente, sacudiendo el cabello alborotado.

—¿Fuiste al río, verdad?

—Sí… necesitaba claridad. A veces me ahogo más en mis pensamientos que en el agua.

Huijh se acercó a la mesa y tomó un pedazo de pan.

—¿Y qué descubriste allá en la corriente mágica del río? —bromeó con la boca medio llena.

—Que no puedo ignorar lo que pasó, Huijh —respondí más serio—. Lo de ayer en la escuela… no fue solo suerte ni una coincidencia. Y lo que Alfin me dijo... me dejó pensando.

Huijh se sentó frente a mí, ahora algo más atento.

—¿Crees que deberíamos volver hoy?

—Sí. Tengo que entender qué soy. O al menos, hasta dónde puede llegar esto que está creciendo dentro de mí.

Él asintió lentamente. Luego me dio una palmada en el hombro.

—Entonces volveremos. Pero esta vez, sin escondernos detrás de estanterías —dijo, riendo.

—Sin ollas tampoco, por favor —respondí, contagiado por la risa.

En ese momento, escuchamos pasos suaves desde el pasillo. Era mi madre.

—¿Van a algún sitio? —preguntó con una voz tranquila.

Nos miramos con complicidad.

—Sí —dije—. A donde empezó todo.

—Está bien— asintió mi madre—. Yo iré al pueblo de al lado

Luego de esta charla, subí las escaleras para cambiar mi vestimenta y prepararme para ver que había en la escuela de magia.

El cielo aún guardaba rastros de la madrugada cuando emprendimos el camino.

Huijh caminaba a mi lado, en silencio. Algo poco común en él. Cada tanto lanzaba una mirada a los bordes del camino, quizás esperando ver alguna criatura o quizás, como yo, tratando de poner en orden sus pensamientos.




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