Alexander Bojabich

6. Poder y condena

Las serpientes no cesaban. Una embistió contra los muros mágicos de la escuela, haciendo que las runas parpadearan con un destello débil. Otras dos comenzaron a escalar las torres, destrozando piedra y madera como si fueran simples ramas.

Kael giró la lanza en sus manos. Las runas rojas de su hoja se encendieron, y un resplandor similar a una llamarada líquida recorrió todo su filo. Cuando la lanzó contra la serpiente más cercana, no solo la atravesó: la explosión de impacto partió en dos el suelo, levantando una ola de fuego que consumió a la criatura desde dentro.

—¡Vamos, no se queden mirando! —gritó mientras la hoja regresaba a su mano, como atraída por un imán invisible.

Alma levantó las manos y el viento obedeció como un ejército invisible. Una ráfaga cortante se enroscó alrededor del cuello de otra serpiente, inmovilizándola lo suficiente para que Huijh saltara sobre su lomo y hundiera una daga encantada entre las placas de su espina dorsal. La bestia rugió y se desplomó, derribando parte del muro exterior.

Yo abrí el Libro de Therzäl. Las páginas parecían guiarme solas. Un conjuro se formó en mi mente y, con un movimiento de manos, hice que columnas de luz se alzaran bajo otra de las serpientes, empalándola y disolviéndola en polvo brillante.

Pero el rugido que siguió no vino de una serpiente.

Del horizonte, emergieron figuras humanas de cinco metros, cubiertas con armaduras negras y máscaras sin rostro. Cada paso suyo hacía temblar el suelo. Llevaban enormes espadas oxidadas, y su sola presencia drenaba el color del mundo.

—No son bestias… son constructos corruptos —dijo Kael, apretando los dientes—. Alguien los controla.

Mientras las serpientes luchaban contra los hechiceros aéreos, los gigantes avanzaron hacia el pueblo. Casas fueron cortadas como papel, caminos enteros aplastados bajo sus pisadas. Los gritos de la gente se mezclaban con el estruendo de los choques.

Fue entonces cuando Alfin apareció, descendiendo desde una ráfaga de luz dorada. Su bastón relampagueaba con energía pura, y cada golpe que daba contra el suelo liberaba ondas expansivas que partían a los constructos en pedazos.

—¡Alejen a los pueblerinos! ¡No dejen que lleguen a la plaza! —ordenó, su voz resonando como un trueno.

Nos unimos a la defensa. Kael se lanzó contra las piernas de un gigante, cortándolas con una serie de movimientos tan veloces que solo quedaban destellos rojos en el aire. Alma creó un remolino que levantó del suelo a otro de ellos, haciéndolo girar hasta que se destrozó contra una torre caída. Yo conjuré una cadena de luz desde el Therzäl, atrapando a un tercero para que Huijh pudiera treparlo y clavarle explosivos rúnicos en la nuca.

Parecía que la batalla se inclinaba a nuestro favor… hasta que el cielo cambió.

Las vetas moradas se volvieron negras como hollín, y una nube oscura comenzó a arremolinarse sobre el pueblo. El aire se volvió pesado, irrespirable.

De entre esas nubes descendió Silver.

No cayó como un meteorito. No necesitaba hacerlo. Flotaba, envuelto en un manto de sombras que se deshacían y volvían a formarse a su alrededor. Sus ojos eran dos huecos brillando con luz blanca.

Alfin se volvió hacia él, su bastón cargado con tanta energía que la tierra bajo sus pies se agrietaba.

—¡Silver!

Silver ni siquiera respondió con palabras. Con un simple movimiento de su mano, una lanza de sombra atravesó las defensas de Alfin y le impactó en el pecho. El estallido lanzó al maestro a varios metros, golpeando contra las ruinas de una casa. La sangre manchó su túnica dorada.

—¡Alfin! —corrí hacia él, pero Kael me detuvo, empujándome hacia atrás.

—No te acerques. No mientras él esté aquí.

Silver descendió hasta tocar el suelo. Con un gesto, todas las serpientes restantes y los constructos que quedaban comenzaron a envolverse en una niebla negra… y a desaparecer.

Lo que quedó fue el silencio. El pueblo, reducido a escombros humeantes. Torres caídas, muros abiertos, fuego aun devorando maderas y techos. Los pocos supervivientes miraban alrededor sin saber si correr o llorar.

Seguido, descendieron también Zedrick y Mourth.

Silver nos observó a la distancia, y por primera vez habló con una voz que se sintió como un cuchillo en la mente:

—Esto es solo una prueba. Lo real vendrá después. Entrégate a mi y conocerás el placer del poder.

Y con eso, se desvaneció en humo, como si nunca hubiera estado allí.

Corrí hacia las ruinas donde Alfin yacía tendido. Su respiración era corta y su piel, pálida, marcada por venas negras que se extendían desde la herida en su pecho.

—¡Madre! —grité al verla a distancia.

Mamá apareció entre el humo, con su túnica verde oscuro manchada de polvo. Al ver a Alfin, se arrodilló a su lado sin decir palabra. Colocó sus manos sobre la herida, y un resplandor dorado comenzó a envolverlo. El aire se llenó del olor a hierbas frescas y ozono.

—Vamos, aguanta… —murmuró mamá—. No es más que una herida…

Pero las venas negras resistían la curación. La magia corrupta se retorcía bajo su poder como una criatura viva, empujando contra el hechizo y devorándolo. Sora sudaba, apretando los dientes.




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