Alexitimia

Introducción

Y aquí empezamos de nuevo, dándole continuación a mi tratamiento. El psicólogo había recomendado que tenía que empezar por perderle el miedo o el asco a las cosas que me causaran repulsión. Una de ellas era la repulsión al mar. No sabía si me daba miedo o qué era lo que me provocaba el solo mirar el infinito mar azul, y por eso estaba aquí, para averiguarlo.

Hace unos días había decidido que lo mejor era hacer un viaje por vía marítima. Y aunque hoy ya no me siento tan valiente como hace unos días, al final ya estoy aquí. Aunque me cause vértigo el solo mirar hacia abajo.

Tenía que comenzar a realizar mi lista de las cosas que debo hacer una vez que llegue a mi destino. No sabía por cual empezar, todas las veces que intenté escribir algo, terminaba cerrando la libreta de nuevo.

El sonido del barco me sacó de mis pensamientos, iba a comenzar su marcha, y entonces lo supe; ya no había marcha atrás y era hora de abrir mis alas una vez más.

Me acomodé en la borda del barco, solo para observar como el barco se alejaba de tierra. En ese momento observé como varias personas se despedían con señas de mano de aquella gente que vino a despedirlos. Fue en ese entonces que sentí un estrujón en mi pecho, pero era algo que yo así había querido. De igual manera, quien me trajo ya se había marchado, o al menos eso había pensado hasta que lo encontré entre toda la multitud. Sonreí, porque lo prometió, se quedó conmigo hasta que yo estuve mejor.

El barco ya se había alejado bastante de tierra y aunque muchas personas ya se habían alejado de la borda, yo me quedé un momento más a contemplar lo que tanto me habían dicho.

—Nunca me cansaré de admirar tus ojos oceánicos.

—¿Por qué oceánicos?

—Porque son igual de hermosos y profundos que el océano.

Mi madre siempre solía decirme que el mar te traía toneladas de recuerdos, ahora puedo comprobarlo. Solo que para mí los recuerdos se convirtieron en toneladas de mentiras llamadas amor.

A mi casi mayoría de edad, me habían diagnosticado un trastorno psicológico. Tenía cura y yo no quise ningún tratamiento, más que solo tomar antidepresivos —cada que me acordaba—. En esa etapa de mi vida ni siquiera sabía lo que quería, solo sabía que tenía que irme muy lejos de lo que aparentemente me provocaba asfixia. Tenía que entrar a una universidad, tenía que elegir una carrera y yo no sabía en realidad que quería en mi vida. Me sentí desesperada durante varios días, tenía la presión encima, así que volví a recordar a aquel psiquiatra que había dado mi diagnóstico.

Psicología. ¿por qué no estudiar psicología?

Pensé en ese entonces, que estudiar psicología podría ayudarme a entenderme a mí misma. Lo difícil fue, que entre más avanzaba la carrera, menos me entendía.

En ese transcurso de tiempo conocí a personas con las que llegué a socializar un poco —claro, a mi manera—. Ya que jamás fui capaz de mantener una comunicación personal, eso para mí era algo demasiado complicado. Chicos se acercaban a mí y me decían infinidad de cosas, así era como el mundo funcionaba. En ese entonces yo no conocía la gravedad de las mentiras, después aprendí que por cada mentira que yo les decía, ellos me contaban tres.

Gracias a mi trastorno había aprendido demasiadas cosas que yo desconocía.

Viajé, amé, perdí, confié y al final me traicionaron. Sobretodo, aprendí que la traición nunca viene de un enemigo. Primero, dicen morir por ti, luego dicen querer morir contigo, ¿y al final? te dejan morir solo.

Nada duele más que ser lastimado por la persona que creíste que jamás te haría daño.

Muchas veces me dijeron palabras dolorosas —que en su momento no entendía la gravedad de ellas—. Tenía un agujero en el corazón. Mi sangre era tan fría como el hielo y lo que latía dentro de mí solo era un pedazo de hierro oxidado. Tocaba a las personas como si fueran cualquier instrumento musical y ellos tocaban en mí a un tallo de rosa con espinas filosas. Sentía como ardía, como eso les quemaba y en esos momentos se sentía bien. No me arrepentía, porque al final eran personas que quizás lo merecían.

Nadie me entendía. Porque hasta los que parecían entenderme, en realidad solo se ponían en mi lugar. Nadie podía entenderme si ni yo misma podía hacerlo.

Volviendo a la realidad, no me había movido de este lado de la borda. El sol estaba a punto de ocultarse y creo que era momento de ir a mi camarote.

—Hola —saluda un chico, en inglés, lo que supongo debe ser su idioma.

—Español —dije, aunque sí sabía hablar inglés, simplemente no quería hablar con nadie. Me había prometido que este viaje sería solo para acomodar mis ideas.

—También hablo español —responde, ahora en mi idioma.

Medio sonreí para tratar de no mirarme grosera. Aunque claro está que ni siquiera había querido voltear a verlo.

—Me llamo Álex —estira su mano hacia mi dirección. La miro por unos segundos dudando si tomarla o no, hasta que decido que no pasaba nada. Quizás solo era un chico intentando ser amable.

—Y... ¿cuál es tu nombre? —suelta una risita un poco juguetona, y entonces me di cuenta que ni siquiera había tenido la decencia de darle mi nombre.

—Jul... Julieta —le dije mi nombre sin abreviaturas, ya que también en mi lista estaba el dejar de odiar mi nombre.

—Julieta —repite mi nombre como tratando de probarlo en su voz.

Fue de modo que pude mirarlo a los ojos. Tuve que alzar un poco la cabeza, ya que estaban mucho más arriba que los míos.

Ojos oceánicos...

Sí. Él también tiene unos ojos oceánicos.

—Llevo rato mirándote —dice y lo miro con estupefacción—. Oh, no creas que estoy coqueteando —mueve sus manos en negación—. Yo tengo novia, solo que me llamó la atención que no te has despegado de la borda desde que el barco se puso en marcha.

—Nunca había viajado en barco —confieso—. Siempre le tuve repulsión al mar.

—¿O sea que estás aquí para perderle el miedo? —indaga.




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