Alexitimia

Capítulo 39

Él estaba conmigo. Lo estaba cuando yo regresé a la realidad. Cuando borré por completo los sucesos que jamás sucedieron y recordé la traición.

Su traición.

—¿Jul? —murmuró, cuando alejé mis manos de él.

Intentó volver a tocarme, pero yo me senté sobre la cama y me puse en posición fetal. Me alejé tanto de él, como si fuese el monstruo que vivía en mi armario.

—Jul, ¿qué pasa? —se levantó del banco que estaba al lado de la cama, se inclinó para tocarme, pero yo salté de la cama y caí al suelo.

—¡No me toques! —grité.

Comencé a hacerme hacia atrás, aún en el suelo. Cada paso que él daba me hacía retroceder.

—Jul, solo soy yo... —en sus ojos bipolares, veía algo que ya no creía.

—Aléjate —le grité de nuevo. Sin embargo, él parecía no estar dispuesto a alejarse.

Sentía el agua correr por mis mejillas. Sentía como palpitaba algo en mi interior y no quería que se saliera por culpa de él.

—Jul, por favor... —insistió.

—¡Vete! ¡VETE! —grité más fuerte—. ¡No te me acerques!

—Jul...

Varias personas vestidas de blanco entraron a la habitación. Yo no entendía nada.

—Amor... —siguió.

—¡NO, NO, NO! —grité más y tapé mis oídos—. ¡Me quema! ¡Me quema! ¡Déjame tranquila!

Las personas vestidas de blanco se acercaron un poco más, pero David hizo una seña para que se detuvieran.

Pero él sí se acercó.

—Amor, lo siento tanto, yo...

—¡Cállate, cállate! —intentaba apretar mis orejas y él seguía caminando hacia mí.

Tuve que destapar mis orejas para poder poner mis manos en el suelo y arrastrarme más hacia atrás. No lo quería cerca, porque cada vez que él estaba cerca, yo sentía que mi cuerpo iba a terminar electrocutado. Pero todo empeoró cuando terminé tocando una pared blanca y ya no había a dónde correr.

—Jul, por favor, escúchame —pidió, con sus manos juntas.

—¡Quédate ahí! —señalé—. No te acerques más...

—No voy a lastimarte —suplicó, con sus ojos amielados que tantas veces había visto.

¿Que no iba a lastimarme?

¡¿Que no iba a lastimarme?!

Ya lo había hecho.

Escuchar eso fue como un detonador para mis oídos. Me levanté del suelo como resorte y corrí hacia él. Comencé a golpearlo mientras le gritaba infinidad de cosas. Lo aruñé, él intentaba detenerme, pero por alguna extraña razón, yo tenía más fuerza que él.

Es la fuerza del dolor.

Pero toda esa fuerza fue disminuyendo, cuando sentí un pinchazo en mi brazo y poco a poco me fui desvaneciendo en sus brazos, hasta que caí, hasta que no vi nada más.

Cuando abrí los ojos, miraba doble las lámparas del techo, hasta que poco a poco, mi vista se fue normalizando. Entendí que no era mi habitación, ni la de mi 911, mucho menos la de la pensión del pueblo. Era una habitación completamente blanca, sin espejos, sin ventanas, toda blanca. Giré mi cabeza del lado contrario y miré un vidrio oscuro, estaba justo del lado derecho de mi cama. Al lado de ese vidrio, había una puerta gris totalmente lisa, y por arriba de ésta, había una especie de luz roja, que inmediatamente cambió a verde, cuando entró por la puerta un hombre vestido de blanco.

¿En dónde estoy? —me pregunté así misma.

Ajá, ¿en dónde estamos y por qué ese de blanco no es guapo?

—Hola, Julieta —saludó el hombre.

—¿En dónde estoy? ¿Quién es usted? —mis preguntas eran calmadas, pues no sentía fuerza para hablar, incluso sentía como si mi lengua se enredara.

El hombre vestido de blanco, sacó una pequeña lamparita, me alumbró un ojo y después siguió con el siguiente.

—Estás es un hospital psiquiátrico y yo soy tu psiquiatra a cargo —comentó—. En estos momentos debes estar sin fuerza, debido a los sedantes que se te han estado suministrando durante dos días. Te hemos mantenido con suero, pero creo que ya es momento de que despiertes y comiences a alimentarte con una dieta saludable.

El psiquiatra hablaba y yo escuchaba su voz como si estuviese en una habitación con eco.

»El día de mañana comenzaremos con la primera terapia.

—¿En un hospital psiquiátrico? —mi voz tartamudeó.

—Así es. Daremos inicio con...

Me arranqué el catéter de la mano. Quise levantarme de la cama, pero mis piernas se doblaban como si fuesen de hule.

—Julieta, tranquila —pidió el psiquiatra, cuando mi respiración comenzó a aumentar—. Tu familia sabe que estás aquí, ellos han estado al pendiente de ti.

—Esto es un error —negué e intenté levantarme de nuevo—. Yo no debería estar aquí, yo no...

Tú no estás loca.

Pero para mi familia, al aparecer, sí lo estaba.

Mis ojos se llenaron de agua, mi garganta otra vez se cerraba, y si antes sentí que algo en mi interior se quemaba, esa vez, sentía que dentro de mí solo quedaban cenizas.

No podía respirar.

Y ya no quería hacerlo.

El psiquiatra tocó un botón que estaba sobre el buró. Un pitido molesto se comenzó a escuchar dentro de la habitación y enseguida entraron un grupo de enfermeros. Me colocaron el inhalador a la fuerza, pues yo luchaba con ellos para que no me metieran esa cosa.

Y desgraciadamente no es la cosa que nos gusta.

Comencé a patear, a golpear, gritaba y mi voz salía desgarrada. Me aruñé el rostro, me halé el cabello, quería lastimarme, quería terminar de destruirme.

Unos enfermeros me sujetaron de los pies, otros de los brazos y me acostaron a la fuerza. Me amarraron con unos cinturones para que dejara de hacerme daño y ya no podía moverme. Nuevamente me inyectaron, nuevamente me sedaron, yo ya no podía defenderme más.

Cuando abrí nuevamente mis ojos, volví a sentir lo mismo que la última vez que desperté, con la diferencia; de que ahora sabía que me encerraron en un maldito loquero para no tener que lidiar conmigo.

—¿Por qué la tienen así? —escuché la voz de la señora que me dio la vida—. No quiero esto para ella.

Se aproximó hacia mí, yo cerré mis ojos para que no me viera despierta. Comenzó a desatar los cinturones que me impedían moverme. Cuando terminó de hacerlo, se sentó a mi lado y tocó mi frente, fue en ese momento que yo abrí los ojos y me dejé caer al suelo. Solo que no calculé bien la vuelta y terminé golpeando mi cabeza con la esquina del buró.




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