Aleya

Capítulo VII: Conviviendo entre risas y frustraciones

Aleya

—Quedan vetados, ¡no podrán volar con nosotros nunca más! —Ruge la asistente de vuelo. 

—Oiga, no tiene que ser tan grosera —Me quejo de su actitud.

—¿No tengo que ser grosera? —Repite la pregunta como tonta—. Claro, porque ustedes no fueron los que se pasaron pidiendo comida todo el viaje, peleando con los otros pasajeros, incordiando, haciendo desastres y la lista sigue —relata los hechos.

»Tuve que aguantarlos por diez horas, han sido las horas más largas de mi existencia. Me duelen las piernas de correr de un lado al otro, y los odios de escuchar las quejas sobre ustedes.  

—Ay, qué exagerada —exclamo, uno de sus ojos parpadea muy rápido asustándome—. Tranquila, le dará un infarto. 

—Largo, ahora —señala la puerta del avión. 

—¿Y tú qué?, ¿no dirás nada? —acuso a Max. 

—Tú hablas por los dos, no tengo problema con eso —Se gira hacia la señora—. Lo lamento, amable señorita, pero mi hermana tiene problemas mentales. 

«¿Hermana?», será bandido. 

—El que tiene problemas eres tú, esposo, ¿te atreves a negar a la madre de tus diez hijos? 

—¿Diez? —jadea con asombro la mujer. 

—Sí, es que él es un caliente y yo no puedo resistirme, ¿quiere ver a nuestros hijos? —bromeo intentando sacar mi celular.

—No, mejor váyanse —Nos echa. 

—Hasta pronto, Lupita.

—Ese no es mi nombre —farfullo.

En mi defensa diré que soy mala con los nombres y lo olvidé. 

Al descender del avión el frío clima de Nueva York nos recibe. Dos días después de nuestra boda, pisamos suelo americano con el objetivo de poner en marcha nuestro proyecto, el motivo de nuestro matrimonio. 

¿Por qué nos prohibieron viajar con esa aerolínea? Bueno, digamos que las cosas entre Maxito y yo están más tensas desde que fuimos castigados por Amélie. 

La vieja y «adorable» suegra nos hizo limpiar todo, y cuando digo todo me refiero a absolutamente todo. Esa broma salió más cara de lo que imaginé. 

La cuestión es que pasadas unas horas me cansé y me aburrí de la tarea; por lo que decidí marcharme dejando a Max solo con el desastre. 

—¿Me perdonarás algún día? —cuestiono mientras vamos en el taxi camino a nuestra nueva casa. 

—No.

Esa es su escueta respuesta, así ha sido desde ese día y no dimensiono la magnitud de su molestia. Es como un niño enfurruñado porque le han quitado un dulce. 

—¿Ahora quién es el inmaduro? —pregunto.

¿Saben qué hace? Sí, me ignora de nuevo. Agh, lo odio. 

—Amélie tiene razón, eres un amargado y no te soporto —Me cruzo de brazos y le doy la espalda. 

—Deja de hablar con mi mamá, se supone que ella te intimidaría y ahora parecen amigas, hasta toman el té juntas —comenta quejumbroso. 

—Bueno, tus padres son mucho más agradable que tú, deberías aprender de ellos. 

—Y ellos debería aprender a no hacer amistad con todo el mundo. 

—¡Oye!, yo no soy todo el mundo —Lo golpeo en el brazo—. Soy tu esposa. 

—No porque quiera —susurra. 

—Ay, ese amor de jóvenes es una locura, en mis tiempos nos tratábamos mejor —habla el conductor—. Hasta rosas, chocolates y peluches regalábamos. 

—¿Ves?, aprende del hombre —murmuro en dirección a Max—. Siga contándonos, amable hombre, a ver si mi esposo aprende algo hoy. 

Esta vez es el ojo de Max el que parpadea como ademán de molestia, el dulce viejo se pasa todo el trayecto contándonos sus experiencias en el amor, incluso nos dice cómo conquistó a cada una de sus seis esposas. Parece que era todo un galán en su época y no desperdició tiempo. 

—¡Cállese! —grita Max no soportando más—. Deje de hablar. 

—¿Sabe qué?, bájense de mi auto —exclama enfurecido—. Su energía negativa contamina mi taxi y no quiero eso. 

—Aparte de hablador, loco —musita mi esposo—. No necesitamos de su servicio. 

—Buena suerte encontrando un taxi por aquí. 

Y arranca a toda velocidad dejándonos varados a mitad de una desolada carretera. ¿Por qué no hay nada en un estado tan poblado como este? 

—Max —Lo llamo—. Ahora sí que la cagaste, ¿seguro que vamos en la dirección correcta? —Lo acuso.

—Oh, créeme Aleya que la cagué desde que acepté ese trato. Y no sé, no conozco este país. 

Auch, eso dolió. 

—Yo no te puse un arma en la cabeza, no te vi hesitando para poner tu firma en aquel contrato, ¿entonces por qué debo ser yo la mala de la película? No me hagas reír. 

Me alejo molesta con mi maleta en mano, es una suerte que el resto de nuestro equipaje será entregado una vez nos instalemos, si es que llegamos vivos a nuestra casa. 




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