La tarde del domingo estuve en mi habitación, pero no por elección propia, sino porque ―como casi todos los fines de semana― mi mamá estaba en casa, y al ver mi «desordenado y lúgubre dormitorio» según sus propias palabras, me enviaba a ordenarlo.
Zapatillas sobre la mesa de luz, chaquetas en el suelo, comida debajo de la cama y vasos con agua derramados en el escritorio era lo que podía verse a simple vista. Sí, un verdadero caos. A veces no sabía si era preferible limpiar mi casa después de una fiesta o internarme en mi habitación y ordenar. Lamentablemente, no tenía elección; me tocaba hacer ambas cosas... siempre.
—¿Terminaste? ¿Puedo entrar?
El solo escuchar a Daniel me hizo gruñir.
—No y no —contesté a ambas preguntas.
Como debí haberlo supuesto, la puerta se abrió igual.
—Chris, ¿por qué diablos haces tanto ruido? Vine a descansar a Castacana, no a escuchar cómo mi hermano destroza su propia casa.
—No estoy destrozando nada —mascullé.
—Claro que lo haces. ¿Me dirás que no has golpeado tu escritorio más de una vez, o pateado las cosas del suelo? Porque eso mismo hacía yo antes, y se escuchaba idéntico a lo que estabas haciendo.
¿Mencioné que antes de comenzar a ordenar, la habitación estaba más ordenada que ahora? Mierda. Si en vez de poner cada cosa en su lugar, estaba haciendo lo contrario. Y lo peor, no sabía por qué. Estaba de malhumor, obviamente. Y tenía ganas de romper cosas, también era obvio. Pero lo que no entendía mucho era por qué estaba así.
—¿Has leído Como enero y diciembre? —le pregunté de la nada a mi hermano, dejándome caer en la cama.
—La novela de Jessica Duncan, sí —contestó sonriente.
Fruncí el ceño. La mueca en Daniel era la misma que había visto en Santana cuando mencionó el libro. Era una expresión soñadora, risueña. ¿Qué había de malo en ello? ¿Por qué me molestaba no haber leído esa novela? Apreté los puños.
—No es una novela muy conocida, pero me gustó —declaró. Y volviendo a su apariencia brusca, me inspeccionó duramente—. ¿Qué tiene que ver ese libro con tu malhumor?
Todo, quise gritar. Desde que Santana había mencionado ese libro, había visto cómo su postura se había entumecido y sus gestos contrariado de manera repentina. Desde que se había ido, literalmente corriendo, no había tenido respuesta de ella. Ni a las decenas de mensajes de texto, ni a las llamadas. Y por supuesto que lo sabía, ella estaba ignorándome. Sin embargo no me molestaba que me ignorase, solía hacerlo de vez en cuando, lo que me enojaba era no saber el por qué.
—Creo que Santana está enojada conmigo —mascullé entonces, yendo por la primera opción que tenía en mi cabeza.
—¿Y qué tiene que ver el libro? —insistió él enarcando una ceja.
—¡No sé! —grité ofuscado—. Ella... ella solo habló sobre el libro y después se fue corriendo. Ahora no contesta mis mensajes ni llamadas —acoté en un tono de voz más bajo.
—Bueno, creo que es obvio. ¿Qué opinaste de la historia?
—Nada en particular. No sé muy bien de qué trata, solo de dos amigos ―acoté intentando recordar sus nombres―. Sofía y Darío, creo. Me contó que pasan por muchas cosas y al final terminan siendo muy buenos amigos —vacilé recordando las palabras de Santana.
—Sofía y Damián —me corrigió—. Y... —pero no pudo continuar porque comenzó a reír.
—¿Y qué? —espeté sin entender su repentina risa.
—Es claro que no has leído el libro. Por si te interesa, el epílogo de la novela podría sacarte algunas dudas —comentó conteniendo la risa.
—Leer un epílogo sin leer la historia que lo antecede es un delito.
—Entonces léelo todo —dicho eso, abandonó la risa para darle paso a lo que él consideraba su «postura de sabio», con los ojos entrecerrados, la mano en el mentón y una sonrisa supuestamente genuina—. Por cierto, esta noche mamá volverá a Weakland hasta el próximo fin de semana. Y yo saldré a una discoteca. Podrías invitar a alguien a casa —elevó las cejas— y tener una cita —volvió a alterar el movimiento de sus cejas—. ¿No crees que el amor está cerca?
—¿De qué amor hablas? —lo escudriñé.
—Del único que existe, no hay muchos tipos de amor —señaló haciéndose el filósofo. Dicho eso, cogió el picaporte de la puerta—. Una cosa más, deja de golpear todo y ve a la casa de Santana a preguntarle por qué no te contesta.
La puerta hizo un ruido seco al cerrarse tras él y yo, confundido todavía por sus sabias palabras, me recosté en la cama. ¿Qué había querido decir con el amor está cerca? ¿Y por qué su idea de que fuese a la casa de Santana me parecía cada vez más razonable?
Diablos, sí. Iría a su casa, le preguntaría por qué siempre que hablábamos de nuestra amistad se ponía rara, y por último la invitaría a la fiesta que haría esa noche. Sí, haría una fiesta.
Bajé las escaleras corriendo, cogí las llaves de mi viejo y azul Volvo, y luego de subir a él me abroché el cinturón. En el camino, el cual sabía que no duraba más que diez minutos, encendí el estéreo y puse un CD con una mezcla que me había regalado Santana. La mayoría de las canciones eran de Katy Perry y, definitivamente, no variaba mucho el ritmo alegre y la melodía romanticona.
Santana, sin duda, era un tanto extraña con los gustos; se podía ver su faceta emocional cuando cantaba canciones como Part of me, su ferocidad y pasión al ver las películas de sus héroes preferidos, tales como El increíble Hulk o Los Vengadores, y también, su perseverancia y concentración al hacer crucigramas. Ella era una mezcla perfecta de sentimientos y facetas contradictorias.
Cambié la canción que estaba sonando en ese momento, una de Ed Sheeran, y de repente me encontré estacionando frente a su casa. Las vallas de madera que rodeaban el patio delantero eran bajas, sin embargo, recordaba que años atrás éstas parecían mucho más altas, y perfectas para esconderme detrás de ellas mientras jugaba a las escondidas con Santana.