Mi cuarto estaba en penumbras excepto por aquella franja de luz que se filtraba por las persianas iluminando suavemente la piel de una chica. Quise estirar la mano y acariciar su espalda desnuda. Parecía suave, cálida, muy lejana. Y tan familiar a la vez. Pero mis brazos no podían alcanzarla, no se movían, y tampoco mis pies.
Una espesa melena caía como cascada sobre sus hombros, deslizándose hasta su espalda baja, ondulándose de manera natural. Castaño oscuro era su pelo, no era rojizo ni rubio. Eso hizo que mi deseo de tocarlo fuera más grande.
Quise acercarme a ella, girarla sobre sus talones y ver su rostro. Quise saber quién era la chica que estaba vestida solo con un sostén y unas bragas rosadas en mitad de mi dormitorio. Sobre todo, quise besarla.
Mis brazos lucharon por tocarla, mis pies dolieron de tanto esfuerzo por caminar hacia ella, pero ningún intento de mi parte pareció ser suficiente para alcanzarla.
―¿Quién eres? ―susurré respirando con dificultad.
La miré por incesantes segundos, sintiéndome totalmente lleno por primera vez, pero al mismo tiempo vulnerable. Y tuve miedo, miedo de acercarme y descubrir lo bueno que podía ser la vida.
Entonces ella se giró y una sonrisa perezosa se esbozó en su rostro, dándome una respuesta para la cual no estaba preparado.
―Mierda, no ―jadeé cuando abrí los ojos en mitad de la noche.
Mi piel sudaba, mi respiración sonaba agitada y dispar, incluso mis pies dolían como si hubiese estado haciendo fuerza para moverlos.
Me toqué la frente. Y curiosamente, no tenía fiebre. Pero algo debía andar mal. Muy mal, pensé. Porque no era normal que Santana apareciese en mis sueños, mucho menos cuando eran esos tipos de sueños.
¡Mierda! ¿Por qué había tenido que aparecer allí?
Ella no era colorada, ni rubia, no era mi tipo de chica. Además nunca la había visto desnuda ni en ropa interior rosada. Me corrijo, ¡nunca había visto su ropa interior, joder! Y tampoco la veré, me dije. Es decir, ¡no podía! Era mi amiga, la única, y si lo hacía ella me odiaría.
Volví a tocar mi frente y bufé.
El libro estaba junto a mi almohada, abierto en la página treinta y seis, y el reloj sobre mi mesita de luz marcaba las tres de la mañana. Sabiendo que no podría dormir después de aquel confuso sueño, agarré el libro entre mis manos aún sudorosas y seguí leyendo.
...
―¡Vaya!
Mi exclamación salió inesperadamente cuando leí la parte del libro donde Sofía le contaba sobre su embarazo a Damián. Un embarazo inesperado mientras él estaba a kilómetros de distancia.
Yo había pensado que... que... ¿había pensado que entre Damián y Sofía pasaría algo? Qué estúpido, bufé para mí mismo, sería como si Santana y yo...
Maldita sea.
Cerré el libro de un golpe y miré al techo.
—Oh, uh. Terminan siendo muy... buenos amigos.
Aunque las palabras de mi amiga seguían repitiéndose en mi cabeza, había algo en ellas que me molestaba. Algo que malditamente no debería molestarme.
Suspiré y cerré los ojos.
...
Desperté cuando los golpes en la puerta me cansaron.
―¿Qué mierda, Daniel? ―grité hundiendo mi rostro en el cojín.
Oí la puerta abrirse y cuando miré hacia allí vi su cabeza asomándose con precaución.
―Oh. Estás solo ―habló.
―¿Tendría que estar acompañado? ―dudé alzando una ceja.
―Sí. Es decir, no. Pensé que estaría Santana aquí.
―¿Y por qué tendría que estar ella aquí? ―urgí.
―Porque anoche te escuché decir su nombre ―dijo con tono dudoso―. Fue algo como... ¡Santana, oh, Dios! ―gritó luciendo sofocado. ¿Yo había gritado su nombre? No, eso era ridículamente imposible y...― ¡Santana, nena! ―siguió diciendo en un tono que simulaba ser mi voz ronca.
―Jamás dije eso, ni lo diría ―mascullé estrechando la mirada.
―¿En serio? Porque me despertaste con tus exclamaciones y podría jurarte que eso era lo que decías.
―Imbécil ―siseé.
―¿Entonces ella no estuvo aquí? ―inquirió mirando en todas direcciones como si yo la hubiese escondido en alguna parte.
―No ―dije a secas.
―¿Soñaste con ella?
―No ―repetí en el mismo tono.
―La próxima vez grabaré tus gritos, ¿sabes? Son tan escalofriantes como graciosos ―se carcajeó. No dije nada―. ¿En serio no estabas con ella? ―insistió.
―¡Qué no! ―grité lanzándole un cojín con fuerza.
Antes de que se estrellara en su rostro, él cerró la puerta y quedé solo otra vez. Solo y con una duda aterradora.
¿Era cierto lo que decía Daniel? Mierda, no.
Me levanté, vistiéndome con rapidez, y sin siquiera pensarlo me dirigí a la casa de Augusto. Él tenía una hermana, una hermana sexi y rubia.
Diablos, sí.
Tenía que despejarme... y olvidarme de Santana, aunque solo fuera por algunos minutos.