No.
Esa había sido su respuesta. Y, extrañamente, una de las que menos había demorado en responder en toda la vida.
Fue precisamente por eso que no le respondí; haciendo caso omiso al millar de preguntas que se agolpaban en mi cabeza, volví a apagar mi celular.
Entré a mi casa, subí a mi dormitorio y lo dejé debajo de mi almohada mientras me dejaba dominar por el sueño.
...
Abrir los ojos al día siguiente fue lo peor que pude haber hecho. ¡Sí, yo seguía con el maldito malhumor de la noche anterior! Y como si hiciera falta, había empezado la mañana con el pie izquierdo, es decir, desayunando junto a mi hermano. Y con mi mamá que, al parecer, se había puesto de acuerdo con él para sacarme de mis casillas.
Tuve que forzarme a masticar, incluso las magdalenas que había comprado mi mamá el día anterior. Tomé jugo, sin ganas, y volví a hundirme en el colchón de mi habitación.
―Entraré ―oí decir a Daniel, desde el otro lado de la puerta, dos segundos antes de ver su cara.
Él tenía los ojos hinchados, como siempre que dormía por doce horas, y llevaba puesta la camiseta del equipo de su universidad y un pantalón corto. Se acercó a mí y se dejó caer en la cama, justo al lado de mis pies.
―¿Algún problema? ―dudó alzando las cejas con ese característico movimiento que carecía de toda inocencia.
―Sí, tres ―precisé cansado de soportar la carga que llevaba aguantando desde el «no» de Santana.
Él asintió luciendo totalmente comprensivo y sonrió.
―Lo sabía ―se jactó. Rodé los ojos―. No golpeaste nada hoy, pero tu cara te delata, y no de alegría precisamente. ¿Qué pasó?
Pensé en callarme el sentimiento de impotencia que estaba sintiendo, pero entonces recordé los fragmentos de conversación con Gus, el mensaje de mi amiga, los momentos raros que desde hacía días venían incomodándome, y exploté.
―¡Es una maestra del ocultamiento! ¡Me miente en la cara! ¡Se junta con mi amigo sin decírmelo! ¡Se cree que soy estúpido! ¡Me toma el pelo, joder! Y yo nunca me había dado cuenta. Es... es... ¡mierda! ―solté frustrado, sin encontrar la palabra que tanto buscaba.
―Uhm. Supongo que estás hablando de Santana ―procesó mirándome desde donde estaba sentado.
―¿De quién sino? ―grazné.
―Oye, tranquilo ―me frenó alzando las manos como si con eso fuera a tranquilizarme realmente―. Solo quería estar seguro de que estuvieras hablándome de ella.
Hizo una pausa sugerente y contó los cinco dedos de su mano consciente de mi inspección.
―Por lo que conté, te pasan cinco cosas, no tres. Y esas cinco se pueden resumir en una. Santana ―asimiló.
Intenté adelantarme a su pensamiento, agudizando la mirada, pero cuando chasqueó los dedos, me espabilé.
―¿Qué harás?
Miré sus dedos, lo mire a los ojos y parpadeé.
―¿Qué haré con qué? ―cuestioné.
―Con ella, Chris. ¿Sabes por qué te oculta cosas? ¿Has intentado hablarlo? ¿Qué te ha dicho?
―No ―mascullé.
―¿No qué? ―insistió.
―No sé por qué me oculta cosas, ¡maldita sea! ―dije enojándome con facilidad otra vez―. Y no quiero hablarlo con ella, no quiero saber la verdad ―declaré dándome cuenta de cuál era el problema principal.
Allí había una sola cosa cierta: yo no quería saber una verdad que, desde hacía tiempo, ya estaba en mi cabeza. Prefería la farsa, mil y una veces.
―¿De qué tienes miedo?
―¡De que nuestra amistad se vaya al infierno! ¡De eso! ―vociferé agarrándome la cabeza con las manos y cerrando los ojos―. Mierda, yo... no quiero perderla ―gruñí bajando la entonación y el volumen de mi voz.
Respiré profundamente un par de veces, intentando tranquilizarme, hasta que minutos después escuché la pregunta más estúpida que jamás me habían hecho, y que, en vez de apaciguarme, me hizo enfadar aún más. Y más que nunca.
―¿Te enamoraste de ella?
Todo mi cuerpo se congeló; al mismo tiempo, comenzó a hervir como lava de un volcán a punto de entrar en erupción.
―¿Eres imbécil o qué? ―espeté sentándome en la cama y rápidamente poniéndome de pie―. Es Santana ―dije como explicación―. Mi amiga. La conozco desde que nacimos, incluso desde antes de nacer. Sé cada maldita obsesión que tiene, sus debilidades, la fecha que menstrua, la cantidad de veces que ha cambiado el pañal a sus hermanos, el aliento que tiene en la madrugada después de haber comido cebolla en la cena... ―empecé a decir sin pensar en lo que significaba todo ello junto. Me detuve para coger un respiro―. ¡Le enseñé a atarse los cordones de las zapatillas cuando teníamos cuatro años, joder! Nadie lo había logrado ―añadí con más enojo que satisfacción―. ¿Y me preguntas si estoy enamorado de ella?
Daniel abrió los ojos de par en par, pero con una sonrisa boba en medio de su rostro.
―¿Eso significa que...?
¿En serio no se daba cuenta? Pensé en darle un buen puñetazo para ver si sus neuronas hacían más sinapsis y finalmente llegaba a una respuesta por sí solo, pero preferí ahorrarle tiempo y un ojo morado.
―No ―dije llanamente―. No estoy enamorado de Santana. Y nunca lo estaré, ella es mi amiga ―agregué en un tono que, si no me conociese a mí mismo, diría que estaba más seguro que nunca antes en mi vida.
―Vaya ―susurró mi hermano, rascándose la cabeza con un mutismo extraño en él―. No entiendo. ¿Entonces por qué tanto lío? ¿Por qué estás tan enojado? ―inquirió.
¿Es que no me había escuchado la primera vez? Caminé hasta mi escritorio, miré el papel donde se leía «Lo mejor de Castacana» con mi desprolija e inclinada caligrafía y volví a mirar a Dan.
―Tengo miedo de que dejemos de ser amigos ―apenas dije, tragándome el dolor que aquellas palabras me originaban.
―¿Por qué lo dices?
―Se está alejando de mí. Y creo que cuando ella encuentre a alguien que la quiera más que yo, se va a olvidar de lo nuestro. No quiero perderla ―acoté omitiendo un par de confesiones más.