Algo bonito

Capítulo 25

Cuando me recosté en mi cama, mirando hacia el techo como si fuese la primera vez en mi vida que lo veía, el beso de minutos atrás golpeó con fuerza en mis pensamientos.

Sí, la había vuelto a besar, pero aún había algo que me incomodaba en todo ello. Las malditas palabras que no querían salir de mi boca: me enamoré de ti. Sabía que debía decirlas, tarde o temprano ―preferiblemente temprano―, pero entonces llegaba ese tipo de diablo a posarse sobre mi hombro y susurraba cosas que me desanimaban, aunque el diablo solo fuese yo mismo mirando hacia atrás y viendo cómo había tratado a Santana durante tantos años.

Una amiga.

¿Solo yo veía lo absurdo en todo esto?

Probablemente ya estaba enamorado cuando, a los ocho años, me atreví a trepar un árbol solo para bajar el gato de Santana. Yo había trepado cuatro metros aún cuando temía a las alturas. Yo había hecho eso por ella. Solo por ella.

Miré hacia un costado, encontrándome con el libro que hacía días me tenía pensativo, y lo cogí. Lo terminaré de una buena vez, me dije. Y entonces le preguntaría a Jessica Duncan por qué no había hecho que un viejo par de amigos terminase juntos.

...

¿Reprocharle a Jessica Duncan? Supe que no debía hacerlo en cuanto leí el epílogo de Como enero y diciembre.

―Eso fue... ―susurré a nadie en particular y cerrando el libro con algún tipo de sonrisa tonta abriéndose camino en mi cara.

Dejé la frase sin completar.

Lo cierto es que no tenía palabras para describir el libro. Había sido único desde el comienzo, divertido en partes y triste también. Incluso me había obligado a detener unas cuantas veces para reflexionar acerca de algunos hechos. Y allí estaba todavía acostado, sin poder moverme, luego de haberlo terminado.

¿No se suponía que debían terminar siendo solo muy buenos amigos?

Me impulsé con mis codos en la cama y me apresuré a levantarme. Una duda acababa de plagar mi mente.

―Daniel ―llamé a la puerta de su habitación.

―¿Sí? ―murmuró asomando su cabeza por una pequeña abertura.

―¿Por qué no me lo dijiste? ―inquirí alzando la mano con el libro y sacudiéndolo.

―Oh. Lo terminaste, ¿cierto? ―rió entre dientes.

Entonces recordé el día que rió de modo similar al oírme preguntándole sobre el libro, y así, de repente, un sabor amargo se instauró en mi boca.

―Diablos, ¿se puede saber qué mierda está pasando por tu cabeza? ―inquirió al percatarse de mi mueca.

―El tipo de mierda que me hace creer que tú lo sabías desde el principio y no me lo dijiste ―logré decir a pesar del nudo en mi garganta.

―¿Saber qué?

Mi garganta dolió cuando tragué.

―Que Santana me había mentido acerca del final.

―Claro que lo sabía. ¿Cuál es el problema? ―cuestionó.

Me di media vuelta, sin contestarle, y regresé a mi habitación. Finalmente había comprendido el mensaje oculto de Santana.

«Muy buenos amigos», pensé repetidamente.

Santana no me había dicho la verdad porque, de seguro, odiaba la idea de un par de amigos enamorados. Ella había cambiado el final para evitar que nos sintiésemos identificados con los protagonistas de la novela. Su intención había sido clara.

Amigos para siempre, Christopher.

Sin embargo, hubo algo que ella no previó, un detalle que hizo que mi sonrisa regresase. Jessica Duncan me había abierto los ojos, no solo a la esperanza de tener algo real con mi mejor amiga, sino también a tenerlo en un futuro cercano.

Ya era prácticamente de noche cuando tuve el valor de hacer lo que debí haber hecho tiempo atrás y no había podido. Cogí las llaves de mi Volvo después de bajar las escaleras de dos en dos y grité un «idiota» a Daniel cuando me miró con ojos estrechos y sonrisa conocedora.

―Te lo dije ―siseó con placer.

En menos de diez minutos, además de haber obtenido un récord en rapidez, había llegado a la casa de Santana. A la calzada frente a su casa, precisamente.

Mis ojos se detuvieron cuando me bajé del auto y ella apareció en la puerta delantera de su casa, asomándose con inseguridad y sonriendo al darse cuenta que era yo.

Toda ella me paralizó.

Su cabello estaba trenzado hacia un costado y atado con una cinta, una camiseta de talla grande con el escudo del Capitán América en el centro la hacía lucir pequeña ―más que siempre―, y sus leggings negros combinados con sus Vans rojas le daban el toque especial que la caracterizaba. Esa era mi chica.

Mi chica, pensé una vez más sonriendo.

―¿Otra vez tú? Pareces extrañarme mucho últimamente ―dijo entre risas mientras caminaba en mi dirección.

Extrañarla era poco para lo que sentía cuando la tenía lejos.

Mis brazos se abrieron en un movimiento innato cuando la tuve cerca y, sin dudar, Santana se refugió entre ellos.

―Hola ―dije en un susurro.

Ella se apartó levemente y alzó la mirada.

―Luces pálido... y brillante al mismo tiempo ―murmuró con media sonrisa.

―¿Sí? ―dudé aprovechando su cercanía para mirar las profundidades de sus ojos.

―Sí ―afirmó mirándome con cautela esta vez―. Espera... ¿estás bien? Es decir, probablemente te haría una broma sobre tú siendo vampiro, pero tienes esa mirada que... ―se detuvo y miró al suelo.

―¿Cuál mirada? ―quise saber, entre curioso y ansioso.

―Ya sabes, esa que tienes cuando estás nervioso, asustado, o... ―sacudió la cabeza.

―¿O qué? ―la incentivé.

―O raro ―murmuró en tono bajo e indeciso.

¿Raro? Fruncí el ceño.

―¿Me consideras raro?

―Sí. Es decir, no. Solo estos últimos días ―decidió aceptar.

¿Ella lo había notado también?

―Yo... han pasado muchas cosas en estos días ―admití.

Metí las manos a los bolsillos de mi pantalón para no tocarla; ansiaba mucho acariciar sus mejillas y alzar su mentón para besarla.




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