Es el último día de la semana. El día en que la rutina mensual tiene que llevarse a cabo sí o sí. La obligación que cayó sobre mis hombros de ser la encargada de un hogar cuando apenas tenía diecinueve años me condujo a crear el hábito de levantarme cada último domingo de todos los meses a las seis de la mañana, recorrer un largo camino desde mi hogar hasta el supermercado que estaba más cerca con el propósito de hacer las compras personales de mi abuela y de la provisión que sustenta nuestra supervivencia, actividad que antes —seis años atrás— solía hacer mi legitima madre hasta que un día le llego la magnífica noticia de que la iban a transferir a otro lugar muy lejos de nosotras por cuestiones de trabajo, si ella accedía.
Recuerdo haberme enfadado con ella por el simple hecho de que hubiera aceptada la oportunidad de trabajo sin antes pedirme una opinión, o tan siquiera haberlo anunciado de la manera en que tuvo que hacerlo. Bien, creo que ya conocen lo que sucedió.
En aquellos tiempos hacia uno de mis grandes esfuerzos ignorándola, como si fuera un fantasma deambulando por los pasillos. En cada lugar fingía que ella no estaba presente. Y a pesar de todo, me dolía estar en una situación tan tensa con ella, ¿y cómo no? Si era mi madre y vivíamos bajo el mismo techo, así que luego de unas semanas, recapacite. Me di por vencida y baje las armas de enfurecimiento, indignación y rencor, deje atrás los sentimientos de hostilidad, porque si no lo hacía, corría el riesgo de perder la relación estable de madre e hija que habíamos cultivado los últimos años con mucho esfuerzo. Y no quería que eso sucediera. Así que acepte las disculpas de mi madre, quien me había rogado por su perdón milésimas de veces como si lo que hubiese hecho fuese un delito grave.
Antes de partir, encendí el ordenador y salude a mi madre por medio de un mensaje.
Isabella Monroe
“Buenos días madre. ¿Cómo estás? Bueno, espero que estés bien. Sé que no tienes mucho tiempo para contestarme, pero solo quería comunicarte que la abuela está muy bien, no ha presentado ningún dolor. Claro, ya no es la misma de antes, pero eso es debido de su vejez… Me siento muy feliz de cuidar a la abuela. Comunícate conmigo cuando puedas, por favor. Te quiero”.
Presione Enviar y de nuevo apague el ordenador dejándolo en su lugar inicial.
…
Llegue del supermercado muy agotada. Los talones me palpitaban. Mis brazos me dolían por el peso de las bolsas. Dios mío, para ser fin de mes los pasillos estaban demasiado llenos, ¡y ni hablar de las cajas! Una gran fila de personas esperaba su turno de pagar por lo que habían metido al carro de compras. Todo se asemejaba a la esperaba época de navidad, cuando el famoso “Black Friday” llegaba a las tiendas y todos se volvían locos por aprovechar de los descuentos.
—¡Las casualidades de la vida! ¡Mira señor, con quien me encuentro! —El señor Valdés, un hombre de la tercera edad apareció en mi campo de visión, sorprendiéndome con su grito súbito. —. Señorita Isabella, ¿qué la trae por estos sitios? —pregunto.
—Hola Don Valdés, recuerde que ya no es casualidad de que me vea por estos sitios todos los días —le dije, soltando una risa—. Somos vecinos hace veinte años.
El señor Valdés sonrió de vuelta. Camino hacia mí y me dio un corto abrazo al cual correspondí.
—Por supuesto que lo sé. Lo que pasa es que a este viejo le gusta darle un poco de emoción a su vida —contesto, separándose de mí—. Recuerdo cuando eras una chiquilla que andaba en su bicicleta jugando con mi hijo —Note un repentino cambio en su rostro—. Ayayay mi hijo, que será de Samuel… —expreso, con un poco de tristeza en su voz, lo cual hizo que mi corazón se abrumara—. De todos modos —hizo un gesto con su mano como si estuviera espantando moscas—, ¿Cómo esta Graziella? ¿Y tu madre?
—La abuela está bien Don Valdés. Está dentro de la casa, ¿quiere pasar a verla? —le pregunte, sabiendo perfectamente que a mi abuela le encantaría la idea de tener la visita de un viejo amigo. El asintió pronunciando un por supuesto —. Y mi madre sigue en su trabajo. No he podido hablar mucho con ella este mes… Desde que se fue de vuelta nos hemos comunicado muy poco. Ya sabe…
—Ha estado muy ocupada para atender a tus llamadas… —término mi frase, interrumpiéndome—. Lo entiendo, es lo que mi hijo me dice cada vez que le pregunto porque no me visita. Entremos a ver a tu abuela Isabella, ¿necesitas ayuda para cargar las bolsas?
—No para nada. Puedo sola. No se preocupe —conteste sacando las bolsas del baúl del taxi—. Demonios —susurre para mí misma al sentir como mis brazos se guiaban hacia abajo por el peso de estas.
Al parecer mi susurro llamo la atención de Don Valdés, quien me volvió a preguntar:
—¿Necesita ayuda señorita Isabella?
—Está bien, si la necesito. —admití, recibiendo su ayuda.
—No hay alguna razón por la cual no pedir ayuda cuando realmente la necesita —tomo tres bolsas pesadas del baúl y camino hacia la entrada de la casa.
Me apresure a adelantarme a abrir con las llaves el cerrojo de la puerta principal. Me hice a un lado dejándole el camino libre a Don Valdés para que pasara y dejara las bolsas sobre el mueble de la cocina. Él no tenía ningún problema al cargarlas a pesar de que algunas eran bastante pesadas, lo cual me sorprendió para un hombre de su edad. Parece que lo subestime. El sigue teniendo la misma fuerza que tenía en sus cuarenta. No me cabe duda.