Algoritmo Del Amor.

Capítulo 1 – El error del 99%

Nunca he creído en las casualidades. Y mucho menos en que un algoritmo pueda decidir con quién debo compartir mi vida. Pero ahí estaba yo, con el celular vibrando en mi escritorio lleno de pinceles sucios y manchas de pintura, mirando una notificación que aseguraba haber encontrado a mi pareja perfecta.

“Felicidades, Elara. Hemos encontrado tu pareja ideal. Compatibilidad: 99%.”

Me quedé inmóvil durante unos segundos, como si las letras se burlaran de mí desde la pantalla. El vinilo que giraba en mi tocadiscos seguía sonando, un saxofón melancólico que parecía acompañar mi incredulidad. Noventa y nueve por ciento. Casi la perfección absoluta. ¿De verdad pensaba esa app que podía reducir el amor a un número?

Reí. No una risa suave, sino una carcajada sonora que hizo volcar un frasco de agua turbia sobre un lienzo a medio terminar. La ironía era tan grande que no podía hacer otra cosa que reír.

Me llamo Elara y, si algo me define, es mi rechazo a lo predecible. Pinto porque la pintura es caos, improvisación pura. Escucho música en vinilo porque me gusta la imperfección del crujido. Vivo rodeada de desorden porque en el desorden encuentro belleza. Y ahora, según Perfect Match, mi destino estaba atado a un tal Liam Ortega, ingeniero de software.

La notificación brillaba roja en el teléfono, como si me gritara que aceptara la broma. Lo primero que pensé fue: “¿Un ingeniero? Genial, justo lo que necesito, alguien que ordene mis pinceles por colores y me diga que mi caos tiene baja productividad.”

Respiré hondo, tratando de ignorar el cosquilleo extraño que me había dejado la noticia en el pecho.

Decidí cerrar la app y seguir pintando. Pero entonces llegó otro mensaje:

“Regla del reto: interactúa con tu pareja durante siete días. Al final recibirás una recompensa exclusiva. Tiempo restante: 168 horas.”

No sabía si reír de nuevo o maldecir en voz alta. ¿Interactuar una semana entera? ¿Obligarme a hablar con un desconocido porque una inteligencia artificial lo decía? ¿Quién había firmado semejantes términos y condiciones? Ah, cierto… yo.

Corrí a llamar a Clara, mi mejor amiga, la única que sabía que había descargado la aplicación “por curiosidad artística”. Ella contestó entre risas cuando le conté.

—Elara, ¡es perfecto! —me dijo con un entusiasmo exagerado—. Un ingeniero para una artista. ¿No ves lo poético que es? Caos y orden. Es como un yin y un yang moderno.

—No, Clara. Es como mezclar vino tinto con café expreso. Un desastre.

—O una nueva tendencia deliciosa —replicó, todavía divertida.

No respondí. Porque aunque me empeñaba en burlarme, algo dentro de mí sentía una curiosidad que no quería admitir.

Horas después, cuando ya había dado por terminada la noche, sonó la primera notificación de chat. El famoso Liam Ortega había decidido escribir.

“Hola, Elara. Según mi análisis, la probabilidad de que esta conversación resulte agradable es baja, pero estoy dispuesto a comprobarlo.”

Me quedé mirando la pantalla con los ojos muy abiertos. ¿En serio? ¿Ese era su saludo? Era tan ridículo que empecé a reír otra vez, casi atragantándome con el vino que aún tenía en la copa.

No lo pensé demasiado y respondí:

”¿Probabilidad baja? Eso significa que existe una pequeña posibilidad de que encontremos un unicornio arcoíris en medio de esta conversación, ¿no?”

Tardó unos segundos en contestar.

“Unicornio arcoíris no es una categoría estadísticamente válida. Pero… supongo que podría ser una metáfora aceptable.”

Ahí lo tuve claro: aquello iba a ser un desastre.

Y, sin embargo, había algo en esa torpeza calculada que me intrigaba. Nunca había conocido a alguien tan incapaz de hablar con naturalidad y tan decidido a aplicar lógica en todo. Tal vez, pensé, ese era justamente el punto.

El algoritmo se había equivocado. Seguro. No había otra explicación. Pero, ¿y si no? ¿Y si en ese 99% había algo que yo no alcanzaba a ver todavía?

Apagué el tocadiscos. La música se detuvo. Solo quedó la luz del celular iluminando el estudio. Lo miré con escepticismo y con un cosquilleo en el estómago que no me gustaba reconocer.

El amor nunca había sido mi prioridad. Pero esa noche, mientras intercambiaba mis primeros mensajes con un ingeniero cuadriculado y distante, sentí que estaba entrando en un experimento del que no había escapatoria.

Y lo más sorprendente es que no quería escapar.




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