Algoritmo Del Amor.

Capítulo 2 – Una variable inesperada

Dicen que la vida es impredecible. Yo no estoy de acuerdo.

La vida, en mi experiencia, es un conjunto de patrones. Si uno recopila los suficientes datos y hace los cálculos adecuados, las probabilidades de error se reducen casi a cero. Así es como programo, así es como vivo.

Por eso, cuando la aplicación Perfect Match me notificó que había encontrado a mi “pareja ideal”, mi primera reacción fue de escepticismo, no de entusiasmo.

“Felicidades, Liam Ortega. Hemos encontrado tu pareja perfecta. Compatibilidad: 99%.”

Leí el mensaje tres veces, como si las letras fueran líneas de código que necesitaban depuración. Noventa y nueve por ciento. Una cifra casi absurda. Nada en la vida real se acerca tanto a la perfección.

Me quedé inmóvil frente a mi escritorio. Tenía dos monitores encendidos, llenos de líneas de código en Python y gráficas de rendimiento que estaba analizando. Todo perfectamente organizado. El café estaba a mi derecha, alineado con la libreta de apuntes. Mi espacio es un reflejo de mi mente: limpio, ordenado, sin sorpresas. Y entonces llega esta notificación, una intrusión en mi sistema operativo personal.

Lo primero que pensé fue que se trataba de un error estadístico. Ningún algoritmo podía conocerme tan bien como para darme un 99% de compatibilidad. Había miles de variables que escapaban al análisis: mis inseguridades, mis silencios, las partes de mí que no aparecen en un perfil digital.

Aun así, la app insistió.

“Regla del reto: interactúa con tu pareja durante siete días. Tiempo restante: 168 horas.”

Suspiré. Sabía que podía ignorarlo, borrar la aplicación, seguir con mi vida. Pero algo en mi interior —quizá la misma curiosidad que me llevó a estudiar sistemas complejos— me dijo que debía aceptar el reto. Al fin y al cabo, ¿qué mejor manera de poner a prueba un algoritmo que experimentando con él?

Busqué el perfil de mi supuesta “pareja ideal”. Elara. Ese era su nombre.

Sus fotos eran un despliegue de colores, manchas de pintura, vinilos antiguos y sonrisas desbordadas. Su descripción estaba llena de metáforas, frases como “la belleza está en lo imperfecto” o “pinto porque la vida sin caos no tendría sentido”.

Tuve que apartar la vista de la pantalla. Era mi opuesto en absolutamente todo. Yo calculo; ella improvisa. Yo optimizo; ella se deleita en el error. ¿Cómo podía la inteligencia artificial emparejar a alguien como yo con alguien como ella?

Decidí enviar un mensaje. Nada rebuscado, solo un inicio que reflejara mi forma de ver el mundo. Escribí:

“Hola, Elara. Según mi análisis, la probabilidad de que esta conversación resulte agradable es baja, pero estoy dispuesto a comprobarlo.”

En cuanto lo envié, dudé. Quizá sonaba demasiado frío, demasiado matemático. Pero así soy yo: directo, lógico, pragmático. Fingir otra cosa habría sido deshonesto.

La respuesta no tardó.

”¿Probabilidad baja? Eso significa que existe una pequeña posibilidad de que encontremos un unicornio arcoíris en medio de esta conversación, ¿no?”

Me quedé mirándola, desconcertado. Un unicornio arcoíris. No era una categoría válida en ningún sistema de probabilidad. Y, sin embargo, había algo en su metáfora que me hizo detenerme.

Contesté:

“Unicornio arcoíris no es una categoría estadísticamente válida. Pero… supongo que podría ser una metáfora aceptable.”

Y ahí lo sentí. Una leve alteración en mi sistema. Una variable inesperada. No era una risa —porque yo no suelo reír con facilidad—, pero sí una ligera incomodidad que rozaba lo divertido.

Quizá la aplicación no estaba equivocada. Quizá el 99% de compatibilidad no significaba que fuéramos iguales, sino que éramos dos piezas opuestas que, por alguna razón, encajaban en un mismo algoritmo.

Cerré el chat, apoyé la espalda en la silla ergonómica y me quedé observando mis monitores apagarse poco a poco. El silencio de mi departamento se llenó de una pregunta que no quería hacerme:

¿Y si esta vez los datos no eran suficientes para predecir el resultado?




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