Hay momentos en que la vida parece burlarse de ti.
Yo estaba convencida de que esa notificación de Perfect Match era una broma, un error del sistema o, como mínimo, una jugarreta del destino para entretenerse a mi costa. ¿Cómo podía un algoritmo decidir que un ingeniero de software y una artista bohemia tenían un 99% de compatibilidad? Eso no era matemáticas, era comedia.
Y, sin embargo, aquí estoy. Viendo sus mensajes aparecer en mi pantalla.
Liam Ortega. Nombre serio, seco, como un titular de periódico financiero. Y su primer mensaje lo confirmaba: “Según mi análisis, la probabilidad de que esta conversación resulte agradable es baja.”
De verdad tuve que dejar el celular sobre la mesa y reírme hasta que me dolió el estómago.
Pero había algo curioso: no cerré la aplicación. No lo bloqueé. No borré la conversación como suelo hacer cuando alguien me aburre en dos frases. No, en lugar de eso, decidí jugar. Le hablé de unicornios arcoíris. Y lo que más me sorprendió no fue su respuesta lógica y rígida, sino el hecho de que respondió en absoluto. Podría haberme ignorado, o corregido con frialdad, pero eligió aceptar mi metáfora como “aceptable”.
Lo repito: un ingeniero aceptando un unicornio arcoíris. Ese fue el primer destello de algo que no esperaba.
Caminé por mi estudio, rodeada de lienzos incompletos, pinceles abandonados y vinilos viejos que decoraban más que sonaban. El lugar olía a óleo y café frío. Siempre me ha gustado esa mezcla: es como un recordatorio de que mi vida es un experimento sin manual de instrucciones.
Lo miré todo y pensé en él. ¿Cómo sería su espacio? Seguro minimalista, impecable, con cables perfectamente ordenados y un escritorio que parece sacado de una revista de productividad. Me estremecí. Yo no podría respirar en un sitio así. Y aun así, mi imaginación insistía en dibujar la escena: Liam sentado frente a tres pantallas, con gráficos brillando y un café perfectamente medido en su mesa.
Sonreí. Somos opuestos hasta en la manera de respirar.
La app volvió a vibrar.
“Perfect Match recomienda: actividad conjunta. Nivel de compatibilidad en riesgo: -2%.”
Rodé los ojos. Ahora hasta la aplicación nos estaba presionando.
Le escribí:
—Parece que el algoritmo quiere que hagamos algo juntos. ¿Alguna idea?
Su respuesta llegó con la rapidez de alguien que siempre tiene un plan:
—Podríamos visitar un museo. El entorno controlado favorece una conversación productiva.
Casi escupo el café. Un museo… controlado. Qué manera tan poco romántica de describir el arte.
—¿Sabes? —le respondí—. El arte no se controla, se siente.
No contestó de inmediato. Imaginé su ceja arqueándose mientras buscaba una respuesta estadísticamente correcta. Finalmente llegó el mensaje:
—Entonces enséñame a sentirlo.
Me quedé mirando esa frase como si no supiera leer. Un ingeniero pidiéndome que le enseñe a sentir. Eso sí que era un unicornio arcoíris.
No lo pensé más. Tomé mi chaqueta manchada de pintura y salí a caminar por la ciudad. El aire nocturno estaba fresco, y las luces de los escaparates pintaban destellos de colores en la acera húmeda. Mientras caminaba, no dejaba de darle vueltas a lo que acababa de pasar.
No sé si fue la curiosidad, la terquedad o simplemente el instinto de artista que busca la chispa en lo improbable, pero decidí que aceptaría el reto de la aplicación. Siete días de interacción. Una semana para comprobar si un algoritmo podía equivocarse.
Y aunque todavía me parecía absurdo, había algo en esa absurda posibilidad que me atraía como un imán.
Quizás el amor no esté en las certezas, pensé. Quizás el amor sea precisamente eso: un unicornio arcoíris que aparece cuando menos lo esperas.