Siempre he pensado que el arte es una anomalía.
No porque no lo respete, sino porque no lo entiendo. En mi mundo, todo tiene una estructura clara: entradas, procesos, salidas. Causa y efecto. Pero en el arte nada sigue una regla que pueda graficarse.
Cuando Elara respondió a mi sugerencia del museo con esa frase —“El arte no se controla, se siente”— sentí que me hablaba en un idioma extranjero. No era una metáfora más, era una declaración de guerra contra la lógica que guía mi vida.
Y, sin embargo, algo en mí quiso aceptar.
Quizá porque desde niño he sabido resolver ecuaciones, pero nunca he sabido qué hacer cuando alguien llora frente a mí. O porque he sido capaz de diseñar sistemas complejos, pero no de descifrar por qué alguien se queda en silencio durante una conversación. Siempre he pensado que las emociones son variables indescifrables, pero por primera vez me pregunté si no había estado huyendo de ellas.
“Entonces enséñame a sentirlo.”
Eso le escribí. Tres palabras que nunca pensé usar juntas.
Me sorprendí a mí mismo al enviarlas. Era como si un desconocido hubiera tomado mis dedos y escrito por mí. Nunca pido que me enseñen nada fuera de mi campo. Y mucho menos algo tan intangible como “sentir”.
La notificación de la app parpadeó en mi pantalla:
“Interacción positiva detectada. Nivel de compatibilidad: +1%.”
Rodé los ojos. Perfect Match parecía emocionada con nuestro progreso, como si fuéramos sus ratas de laboratorio. Pero no era el algoritmo lo que me intrigaba, era ella.
Pasé la tarde revisando nuestros mensajes anteriores. Ella hablaba de colores como si fueran personas, de música como si tuviera alma, de caos como si fuera un tesoro. Y yo respondía con fórmulas, estadísticas y frases que sonarían mecánicas para cualquiera. Y aun así, ella no me había bloqueado ni dejado en visto.
¿Por qué?
Quizá porque, de alguna forma extraña, nos divertíamos. Ella se reía de mi rigidez y yo me desconcertaba con su imprevisibilidad. Era como enfrentarme a un sistema caótico en el que, a pesar de la aparente aleatoriedad, siempre se esconde un patrón.
Me descubrí imaginando cómo sería conocerla en persona. Elara. Su nombre me sabía a algo etéreo, casi estelar. Intenté concentrarme en mi trabajo, pero cada línea de código parecía transformarse en pinceladas de colores que no podía interpretar.
Esa noche, escribí de nuevo.
—Si aceptas, puedo acompañarte al museo mañana.
Su respuesta llegó rápido:
—Acepto. Pero prométeme una cosa: no lo llames “entorno controlado”.
Me quedé mirándola en la pantalla, y por primera vez en mucho tiempo sonreí sin esfuerzo.
Apagué mis monitores y caminé hacia la ventana de mi departamento. La ciudad brillaba con luces ordenadas como un circuito eléctrico, pero dentro de mí había un desorden que me desconcertaba. Era como si alguien hubiera cambiado mis variables internas, como si mi propio algoritmo se reescribiera línea por línea.
Elara era un error en mi sistema. Un error imposible de depurar.
Y por alguna razón, no quería corregirlo.