Algoritmo Del Amor.

Capítulo 6: Entre luces y secretos

El murmullo de la ciudad aún resonaba en mis oídos cuando crucé el umbral del museo por segunda vez esa semana. A diferencia de la primera visita, esta vez el aire estaba impregnado de una energía distinta, casi eléctrica, como si las paredes mismas supieran que algo importante estaba a punto de suceder.

Liam estaba ahí, apoyado contra una de las columnas de mármol, vestido de negro como si el lugar entero fuera un escenario preparado únicamente para él. Mis pasos resonaron en el suelo, y cuando levantó la vista, nuestros ojos se encontraron de una manera tan intensa que por un segundo olvidé respirar.

—Llegaste —dijo con voz grave, apenas un murmullo, pero lo suficientemente claro para que me estremeciera.

Asentí sin saber muy bien qué decir. No era la primera vez que lo veía, pero sí la primera en la que todo a mi alrededor parecía desaparecer, como si solo existiéramos él y yo. El museo, con su silencio solemne y sus cuadros cargados de historia, se convirtió en el telón de fondo perfecto para lo que estaba sintiendo.

—No pensé que aceptarías venir de nuevo —continuó, dando un paso hacia mí. El eco de su andar llenó el pasillo como una melodía inquietante.

—Y yo no pensé que insistirías —respondí, intentando sonar segura, aunque por dentro mis pensamientos eran un torbellino.

Una sonrisa se dibujó en su rostro, esa clase de sonrisa que esconde más de lo que revela, y que a la vez invita a descubrir sus secretos.

Caminamos juntos entre esculturas que parecían vigilarnos en silencio. Yo podía sentir la tensión crecer en cada centímetro que nos acercábamos. Era como si el aire se espesara entre nosotros, como si mis sentidos estuvieran afinados únicamente para registrar la forma en la que sus labios se curvaban, el modo en que su mirada se clavaba en mí sin pestañear.

Nos detuvimos frente a un cuadro. No recuerdo exactamente cuál era, porque lo único que podía ver era el reflejo de su figura en el cristal. Sentí su proximidad antes de que hablara.

—¿Alguna vez has tenido la sensación de que el destino te está llevando a un lugar específico? —me preguntó en voz baja, tan cerca que su aliento rozó mi piel.

No supe qué contestar. Mi instinto quería decirle que sí, que eso era exactamente lo que me estaba pasando en ese instante, que cada elección, cada paso, me había conducido hasta él. Pero el miedo a ser demasiado vulnerable me hizo guardar silencio.

Liam giró hacia mí, y por primera vez pude ver la intensidad real en sus ojos. No era solo atracción; había algo más, algo que parecía arrastrarme sin remedio hacia él.

—Porque yo sí —dijo finalmente—. Y todo me lleva a ti.

Esas palabras se quedaron suspendidas entre nosotros como una confesión peligrosa. Mi corazón latía con tanta fuerza que temí que él pudiera escucharlo. Sentí que mi mundo entero se reducía a ese instante, a esa verdad que no había sido capaz de nombrar pero que él acababa de poner en palabras.

Cerré los ojos un momento, tratando de controlar la oleada de emociones. Y entonces lo supe: ya no había vuelta atrás. Liam se había convertido en un punto de quiebre en mi vida, una línea que separaba lo que había sido de lo que estaba a punto de ser.

Cuando abrí los ojos, lo encontré tan cerca que bastaba un solo movimiento para romper la distancia entre nosotros. No lo hice. Ni él tampoco. Pero ambos sabíamos que el tiempo jugaría a nuestro favor.

El museo, con toda su solemnidad y sus tesoros ocultos, había sido testigo de algo más valioso que cualquier obra de arte: la certeza de que nuestras vidas estaban irremediablemente entrelazadas.




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