El sonido del ventilador en el techo era lo único que me mantenía conectada a la realidad. Cada giro lento, cada vibración metálica, parecía marcar el tiempo de una cuenta regresiva que solo yo podía escuchar. Habían pasado horas desde que acepté ser “la llave” de la resistencia, pero todavía no lograba asimilarlo.
No podía dejar de pensar en la palabra que usaron para describirme: invisible.
Invisible para el algoritmo, invisible para Perfect Match. Invisible, pero expuesta a todos los riesgos.
Me levanté de la cama improvisada que me habían ofrecido en el refugio. El colchón olía a humedad y los muros descascarados parecían mirarme con desdén. No había nada en aquel lugar que inspirara esperanza. Y, aun así, todos confiaban en mí.
Salí al pasillo, descalza, y encontré a Liam sentado en una mesa, revisando un mapa digital. La luz de la pantalla azulada resaltaba la tensión en su rostro.
—No puedes dormir —dijo sin mirarme.
—¿Cómo podría? —respondí, cruzando los brazos—. Me piden que entre en el núcleo de Perfect Match, como si no estuviera lleno de trampas y ojos vigilando cada movimiento.
Liam levantó la vista hacia mí. Sus ojos grises, cansados pero firmes, parecían leerme como un libro abierto.
—Precisamente porque está lleno de trampas, solo tú puedes hacerlo. No pueden predecirte, Elara. No pueden borrarte porque no saben cómo escribirte.
Sus palabras me golpearon más de lo que quería admitir. Era extraño, casi irónico, que mi diferencia —aquello que siempre había sentido como un error en mí misma— ahora fuera lo único que podía salvarnos.
Me senté frente a él.
—¿Y si me equivoco? ¿Y si descubren que no soy tan invisible como creen?
Liam dejó escapar una sonrisa amarga.
—Todos los que estamos aquí ya vivimos con esa posibilidad. Pero la diferencia es que tú aún tienes la opción de elegir.
Me quedé en silencio. Esa palabra, elegir, ardía en mi interior como un recordatorio de que todo lo que hacía hasta ahora había estado manipulado, controlado por fórmulas y algoritmos. Tal vez por eso aceptar esta misión, aunque peligrosa, era la primera decisión verdaderamente mía.
Liam me mostró en la pantalla el plano de lo que llamaban “La Torre de Datos”, el centro neurálgico donde Perfect Match almacenaba millones de memorias y emociones.
—Aquí es donde guardan todo —explicó—. Y aquí es donde queremos que entres.
El lugar parecía una fortaleza. Niveles de seguridad imposibles, sensores de reconocimiento, cámaras en cada esquina. Y yo debía atravesar todo eso.
—¿Qué esperan que encuentre? —pregunté.
Liam respiró hondo antes de responder.
—Esperamos que encuentres las pruebas que demuestren que Perfect Match no busca el amor, sino el control absoluto. Si conseguimos mostrárselo al mundo, no podrán seguir escondiéndose detrás de sus sonrisas digitales.
Sus palabras me estremecieron. No solo se trataba de mí o de él. Se trataba de todos.
En ese instante lo comprendí: lo que estaba en juego no era un romance robado, ni siquiera mi libertad personal. Era la verdad. Y la verdad siempre había sido lo único que podía derribar imperios.
Acaricié con la yema de los dedos el mapa en la pantalla. Cada línea azul parecía brillar como un camino trazado hacia un destino inevitable.
—Entonces entraré —dije con firmeza.
Liam me miró en silencio, como si hubiera estado esperando esas palabras. Luego asintió, y por primera vez desde que lo conocí, vi en sus ojos algo parecido a esperanza.
Me levanté, sentí el frío del suelo bajo mis pies y respiré profundamente.
No era la heroína de una historia romántica. No era la víctima de un sistema. Era la anomalía. Y estaba dispuesta a descubrir qué había bajo la piel del algoritmo.