Alguien a quien amar

Capítulo Único

 

Dedicado a mi sobrino Yohander, te amo.

 

Salimos de aquel lugar hecho pedazos, nada nos había preparado para recibir aquella noticia: éramos estériles. Conocí a Julieth en la universidad cuando ambos estudiábamos ingeniería y desde ese primer día, caí rendido a sus pies. Tiempo después nos casamos y cuando pasaron dos años decidimos tener un hijo; no obstante, cuando ella no lograba embarazarse nos vimos en la obligación de acudir a un médico, el resultado: ninguno de los dos podríamos ser padres.

—Todo está bien, cariño, te sigo amando —susurró muy cerca de mis labios, sabía cuánto anhelabas ser madre y cuánto te dolía aquella noticia; sin embargo, ella siempre fue la más fuerte de los dos—. Podríamos adoptar, Eduardo, ¿te parece? —No le respondí nada, creo que aún estaba en negación, así que limité a besar sus labios y abrazarle.

Pasaron algunos meses y continuamos con nuestra rutina; sin embargo, una sombra gris se cernió sobre nuestras vidas, inundándola de melancolía. Aunque ambos no lo quisiéramos aceptar, ese había sido un golpe duro para nuestra relación. Una tarde a comienzos de diciembre, cuando ya habíamos decorado nuestra casa con el arbolito de navidad y el pesebre, me quedé mirando el nacimiento y recordé esos días en los que le hacía una carta al Niño Jesús y le pedía un obsequio.

—Solo danos lo que necesitamos —pedí, cerrando los ojos.

Esa misma noche mi esposa me relató que una amiga suya le había hablado de una mujer que, por circunstancias de la vida y la difícil situación por la que pasaba, quería dar a su hijo en adopción. Yo no estaba muy convencido de la idea de la adopción, sin embargo, no me negué. Mi esposa fue a su casa y habló con ella, según me relató, vivían en condiciones insalubres y pobreza extrema. La mujer accedió en que el niño se quedara con nosotros, mientras se arreglaba el papeleo, que como se imaginarán, era bastante extenso.

—Es él —me dijo mi esposa cuando lo llevó a nuestra casa.

Yo al principio no supe qué sentir, ni qué decir. Miraba su carita asustada y me preguntaba si acaso ella había hecho lo correcto al traerlo con nosotros. Tenía tres añitos, pero se me hacía tan pequeño, tan delgado, tan frágil, que hasta me daba miedo tocarlo.

Sus ojos eran como dos motitas de chocolate, pero estaban tristes, confundidos, necesitados de amor. Temeroso, se nos quedaba viendo, preguntándose quizás en dónde estaba, quienes éramos nosotros y por qué le habíamos traído aquí.

—Pensé que era más pequeño —comenté, por supuesto yo hubiese preferido que adoptáramos a un bebé para que así no recordara nada de su pasado y nos viera como sus únicos padres. Me sentí mal, había sido realmente un comentario estúpido, ni siquiera sé por qué lo hice, pero yo no comprendía que algunas veces Dios elige por nosotros, que no cae el pétalo de una rosa sin que él dé su permiso y que si ahora ese niño formaba parte de nuestra familia, era porque él lo había decidido así.

Julieth me contó que estaba prácticamente desnudo cuando aquella mujer lo entregó, y no sé… pero desde ese momento, me comencé a cuestionar cuántos niños habría en el mundo así como él; solitos, desamparados, pagando los errores de los otros. No quiero ni imaginar todo lo que habrá sufrido, porque según nos contaron, el individuo con el que vivía su madre lo maltrataba, digo individuo, porque a hombres como esos no se les puede llamar padres.

—Hola, bebé —creo que fueron las palabras que usé esa tarde, intenté acercarme a él, por supuesto me rechazó, y entonces me pregunté si algún día yo podría llegar a amarlo, cómo si amar a un niño fuese una cosa difícil. Difícil sí fue que se adaptara los primeros días, pero tenía tanto amor a su alrededor que se fue soltando como una mariposa que vuela libre sobre un campo de flores. Exploró, recorrió y realizó preguntas, ya no con temor, sino por simple curiosidad.

—Ella es tu mamá, ella es tu abuela, él es tu primo y ellas son tus tías —le expliqué.

—¿Y tú quién eres? —me preguntó.

—Yo soy tu papá, bebé.

Y con el tiempo se fueron marchitando sus miedos y esa sonrisa que tanto ocultaba, llegó como la primavera después del crudo invierno. Y me gustaba. Me fascinaba ver como se rasgaban sus ojitos cuando reía, o como tomaba mi mano y me pedía que jugáramos. Fueron cientos los momentos maravillosos desde que él llegó a nuestras vidas, pero uno de los que nunca olvidaré fue cuando me llamó papá por primera vez, fue ese 24 de diciembre; esa palabra saliendo de su boca fue como llovizna después de una noche calurosa, cálida.



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En el texto hay: deseos, navidad, amor

Editado: 06.11.2018

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