Las gotas de lluvia chocaban contra el cristal de mi ventana impidiéndome poco a poco el poder disfrutar del paisaje. Viajaba en un coche con mi padre al volante y mi hermana mayor sentada a mi lado ya que por circunstancias de la vida teníamos que mudarnos a Los Ángeles y dejar atrás nuestra vida en Salem. Todo se debía al trabajo de mi padre, James Mayson, un artista un tanto mediocre ―aunque esté mal que yo lo diga― que buscaba un futuro mejor para su familia en una ciudad más grande y con más oportunidades. No nos engañemos, en Salem no se estaba tan mal, de hecho era nuestro hogar y aunque quizás no ganáramos tanto como se podría en una gran ciudad, merecía la pena estar allí. Aunque papá no lo quisiera admitir, yo sabía que en parte la decisión de mudarse no había sido impulsada sólo por la necesidad económica sino condicionada por la muerte de mamá hace dos años. Todo por culpa del cáncer que padecía y que finalmente acabó venciéndola. Quedamos destrozados cuando eso ocurrió, sobre todo papá, que meses después comenzó a buscar casas en venta por internet y en las agencias de viajes. Quería empezar de cero en otra ciudad, vender nuestra antigua casa y así por lo menos, dejar atrás una parte de nuestro pasado. A mí en particular no me hacía mucha gracia el tener que dejar la casa donde he vivido desde que nací pero creo que si yo estaba algo molesta por esta decisión, Rebecca debía de estar aun más desesperada. Y es que yo no tenía nada que perder, no tenía ninguna amiga íntima, ni novio y ni siquiera grandes perspectivas en mi ciudad de origen. Pero mi hermana sí. Ella había dejado atrás todo aquello de lo que yo carecía y ahora estaba a mi lado, con los cascos puestos y totalmente concentrada en la pantalla de su MP4. Perdida en su mundo interior. Todas las adolescentes de diecisiete años son iguales, supongo. Mi padre tampoco decía nada. También estaba concentrado, con la vista fija en la carretera. Llevábamos así casi dos horas, sin atrevernos a romper el silencio. ¿Pero qué íbamos a decir? Ya nos lo habíamos dicho todo hacía una semana, cuando papá nos comunicó la decisión que tanto tiempo llevaba planeando. Un día disfrutábamos de un fin de semana como cualquier otro y al día siguiente nos enterábamos de que al cabo de una semana ya no estaríamos en Salem. Nos mudaríamos a la ciudad del espectáculo nada menos. A nosotras esto nos pilló por sorpresa y yo maldigo todo este asunto pues debí habérmelo imaginado mucho antes de que ocurriera. Al principio mi hermana se lo tomó como una broma pesada pero más tarde, cuando vio que iba en serio, empezó con su huelga de silencio. Dejando de lado el hecho de que actuar así me parecía un tanto infantil, su plan no funcionó. No sé por qué habría de hacerlo. Por eso ahora estábamos allí, dirigiéndonos a lo desconocido. Mirando los quilómetros de campo y las casas que pasaban a toda velocidad a través de mi ventana seguía preguntándome por qué teníamos que mudarnos a esta ciudad precisamente ahora. ¡Y todavía quedaban tres meses de curso escolar! ¿Cómo se suponía que iba a adaptarme? Tan solo esperaba que la casa donde viviríamos fuera lo suficientemente grande como para poder escabullirme sin que nadie me viera, tal y como lo hacía en Salem. ***** ―¡Tracey! ¡Despierta, estúpida! ―oí la voz de mi hermana en la lejanía. Siempre tan agradable. No recordaba en qué momento exacto me había dormido. Y lo cierto es que aquello no era propio de mí. Miré alrededor todavía algo aturdida. El coche ya estaba aparcado delante de nuestra nueva casa. “Nueva” no sé si es la palabra correcta para definirla. Tras darme cuenta de que habíamos llegado salí del coche y me reuní con mi padre y mi hermana que se encontraban fuera ya, mirando hacia nuestro nuevo hogar. La casa era vieja, de un color que yo calificaría como verde vómito pero que afortunadamente la hiedra lo cubría lo suficiente como para no notarlo demasiado. Tenía dos pisos y un ático. Y desde fuera me pareció muy espaciosa, en definitiva, no tenía nada que ver con nuestro apartamento en Salem. Parecía que estuviera a punto de derrumbarse, como si nadie la hubiera habitado durante muchos años. Quizá fuera solo mi imaginación pero ésta me parecía la clase de mansión siniestra de las películas donde esconden el botín y matan a los que vienen a husmear en lo que no les concierne. Vamos, que este sitio me parecía una mezcla de novela de Agatha Christie y de una película de terror de mala monta. Sin embargo el resto de casas del vecindario parecían normales. Un lugar tranquilo, sin duda. ―¿No es precioso? ―nos preguntó mi padre con una sonrisa de satisfacción en la cara―. Tenemos mucha suerte de habernos mudado a un sitio así. En Los Ángeles es difícil encontrar tanta calma. Justo en ese momento sonó un móvil. Rebecca se apresuró a cogerlo, como si le fuera la vida en ello y tras hacer un leve gesto con la mano se alejó de nosotros para poder hablar “a solas” con su novio, dejándome sola con el peligro. A veces desearía tener un novio para que me llamara cuando estoy en situaciones comprometedoras. Y es que se me da muy mal mentir pero por suerte, ante el vicio de mentir está la virtud de no saber detectar las trolas. Eso es lo que le pasaba a mi padre. ―Es una casa muy bonita ―le dije sólo para contentarle. ―¿A qué sí? ¡Ya verás cuando estemos instalados! ¡Vamos a vivir como la realeza! ―Vaya… no estaba falto de entusiasmo ni nada―. Ahora, mientras tu hermana está al teléfono ayúdame con el equipaje. Antes de que me diera tiempo a contestar papá ya estaba abriendo el maletero y sacando de él incontables maletas, la mayoría de Rebecca. Yo me limité a coger la mochila y las dos pequeñas maletas que me pertenecían. Mi padre cogió también un par de maletas suyas y juntos nos dirigimos a la casa. No dimos ni dos pasos cuando oímos a alguien detrás de nosotros. ―¡Buenas tardes! ―dijo un jovial hombre a quién no habíamos visto llegar. Tras él iba una chica, seguramente de mi edad―. Ustedes son los nuevos vecinos ¿verdad? ―Exacto. Me llamo James Mayson ―mi padre se presentó con su cortesía habitual―, y esta es mi hija Tracey. ―Yo soy Peter Hocke, y ella ―dijo refiriéndose a la chica― es mi hija Pamela. Tan solo hemos venido a invitarles a cenar como bienvenida. ―Pues se lo agradezco mucho pero me temo que hoy no podrá ser. Claro, aún teníamos que instalarnos, por no mencionar el “cansancio” del viaje. Aunque yo preferiría comer con unos desconocidos a tener que pasarme lo que quedaba de día deshaciendo el equipaje y haciendo limpieza. ― No pasa nada, otra vez será. ¿Ven aquella casa de allí? ―dijo aquel tipo a la vez que señalaba una bonita mansión que no pegaba ni con cola en aquel barrio―. Nosotros vivimos ahí, si necesitan algo no tienen más venir a pedirlo. ―Muchas gracias, lo tendremos en cuenta. Tras esto, los dos se fueron. Me había percatado en que aquella chica me había dirigido una sonrisa antes de irse. Al igual que su padre, parecía contenta. Nunca había conocido a gente tan hospitalaria. Me pregunto si era por alguna razón en particular o simplemente nacieron con una sonrisa en la cara. Rebecca ya había acabado de hablar con su novio. No, en realidad papá le obligó a colgar. Y le puso en cada mano una maleta. Tuve que contenerme para no soltar una carcajada al ver la cara de mi hermana ante esta situación. Por fin llegamos a la puerta de entrada. Estaba hecha de madera medio roída por las termitas. Había un cartel también de madera en el que apenas se podía leer “Rosink Hall”. ¿Qué era esto? ¿Una casa con nombre? ― Qué curioso… ―dijo mi padre al leer la inscripción―. Creo que he visto este nombre antes en alguna parte… Supongo que ya me acordaré. Sin darle más vueltas al asunto, abrió la puerta con su llave. Le costó un poco ya que la cerradura estaba un poco oxidada pero conseguimos entrar. Ante nosotros se encontraba un largo pasillo con unas cuantas puertas cerradas a ambos lados. A nuestra derecha unas escaleras tan sucias como el resto de la casa. La verdad es que el lugar no parecía tan grande por dentro. ―Lo mejor será que antes de nada echemos un vistazo a la casa ―dijo mi padre―. Arriba están las habitaciones, podéis subir cuando queráis y elegir la que más os guste. Rebecca asintió, me miró con desconfianza y salió corriendo con su equipaje escaleras arriba. Me dejó impresionada el hecho de que pudiera ir a semejante velocidad cargada y con unos tacones tan altos sin tropezar. Yo subí tras ella, aunque con más prudencia a la hora de pisar en suelo desconocido. Entendía su estrategia, llegando antes que yo se aseguraba de quedarse con la mejor habitación, sin posibilidad de intercambio con la que me tocara a mí. Al llegar al primer piso me encontré con otro largo pasillo que poseía sus respectivas puertas. Al fondo de todo unas escaleras hacia el ático. Caminé un poco por el pasillo asomándome a cada estancia. Todas estaban llenas de muebles cubiertos por sábanas blancas. Igual que una mansión fantasma. ―¿A que es bonito? ―dijo Rebecca con ironía―. Por lo menos mi cuarto tiene unas bonitas vistas. En cambio tú tendrás que conformarte con el otro… ―Señaló una puerta que estaba justo al final del pasillo, a la izquierda. ―¿¡Ya lo has escogido!? ―ni siquiera entendía por qué me sorprendía tanto. Mi hermana podía ser muy rápida cuando quería. ―Sí ―respondió con una sonrisa de oreja a oreja y antes de desaparecer tras la puerta de su nuevo cuarto añadió―. Este lugar es asqueroso, necesita una buena limpieza. Pero ya veremos quién se encargará de llevarla a cabo. Eso era típico y me daba qué pensar. Significaba en el lenguaje de Rebecca que se encargaría personalmente de encontrar una buena excusa para no ayudarnos con la limpieza. Y lo que es peor, le iba a funcionar. Porque si yo era malísima mintiendo, ella era toda una experta. Así que me resigné como tantas otras veces lo había hecho y me fui a la habitación que ella me había indicado. Al abrir la puerta, ésta chirrió. Como todas las bisagras que había en la casa, no le vendría mal algo de aceite. Cuando entré a la habitación los primero que noté fue el olor, tan desagradable que si el cuarto hubiese sido una flor, seguramente estaría marchita. Apenas había luz, tan solo la que a duras penas se filtraba por la pequeña ventana y atravesaba las cortinas cuya tela era demasiado gruesa para mi gusto. Busqué a tientas el interruptor de la luz. Tardé un poco, pero al fin lo encontré. No me esperaba que la electricidad hiciera su aparición en un lugar como aquél. Sin embargo, echando por tierra todos mis pronósticos, la estancia se iluminó. Y así pude ver el que iba a convertirse en mi nuevo rincón en el que sentirme segura cuando las cosas fueran mal. Era un lugar pequeño y con los muebles básicos que pondrían en una suite de un hostal: Una cama a la izquierda, pegada a la pared. Era tan antigua como la casa y el resto de muebles. Se notaba por la suciedad de las sábanas y por los muelles que sobresalían del colchón. Iba a pasar una mala noche, lo sabía. Al lado de la cama había una mesilla, encima de ella, una lámpara con la bombilla rota. El armario estaba justo al lado de la puerta, delante de la cama y era mucho más grande que el que tenía en Salem. Creí que incluso me sobraría espacio para guardar mis cosas. En la pared derecha había una chimenea. Nunca había visto una en un cuarto pero no me sorprendió que estuviera allí, pues la casa carecía de calefacción. Sin embargo la chimenea parecía llevar mucho tiempo inactiva. Dejé mis maletas dentro del armario y posé la mochila encima de la cama. Estaba agotada. Y fuera empezaba a oscurecer. Lo que más me apetecía era acostarme y dormir. Pero todavía debía bajar a cenar. Con un suspiro me dejé caer sobre la cama. Era más dura de lo que pensaba, incluso podía oír el sonido de los viejos muelles aun haciendo el más leve movimiento sobre el colchón. Me preguntaba quién viviría aquí. Creo que ni mi padre lo sabía: él supo que esta casa estaba en venta porque un amigo suyo que vive por esta zona se lo dijo. La verdad es que no era la típica casa que uno escogería por lo bonita que era pero a papá siempre le gustaron las antigüedades. Fue un arrebato de curiosidad lo que me llevó a abrir todos los cajones de la cómoda. Quizá esperaba encontrar un diario, una foto o cualquier cosa similar que me llevase a dar con el antiguo propietario. Nada. Los cajones estaban vacíos. ―¿Buscas algo? ―Mi hermana se había asomado a la puerta, aunque no puedo asegurar cuánto tiempo había estado ahí, mirándome como una tonta. ―No, nada ―mentí. ¿De verdad le importaba? ―Has leído demasiadas novelas policíacas ―dijo en tono de burla―. Es patético, aquí lo único interesante que hay es la oscuridad. Porque gracias a ella no puedo ver la pocilga en la que me he metido. ―¿Y quieres algo o solo has venido a hacer apreciaciones sobre la casa? ―Ah… sí ―Rebecca parecía pensativa y es que solía salirse por la tangente a menudo―. Papá dice que bajemos a cenar, que ya desharemos el equipaje mañana, después de la limpieza general. Tras decir esto y sin esperar respuesta, ella se marchó escaleras abajo. El ruido que hacían sus tacones al pisar sobre el suelo de madera era una verdadera fuente de información acerca de adónde se dirigía. En mi mente se repitieron aquellas últimas palabras: “Limpieza general”. Significaba que íbamos a limpiar hasta debajo de las tablas del suelo si pudiéramos. Intenté no pensar en ello y bajé al piso inferior siguiendo a mi hermana. Ella entró por la última puerta a la derecha del pasillo. Yo hice lo mismo y me encontré con un comedor. Lo cual ya me dejó impresionada; en nuestro apartamento solíamos comer en la cocina, en una mesa pequeña ya que con eso nos bastaba. Una lámpara de araña colgaba del techo. Y a un par de metros debajo de ella se encontraba la larga mesa típica de las mansiones encantadas y con más sillas de las que necesitábamos. Hacía frío, más que en el resto de las habitaciones. En el comedor no había ningún mueble más. Ni siquiera una ventana como conexión al mundo exterior. Pero eso era lo de menos en ese momento. La mesa estaba cubierta por un mantel de cuadros, nuestro mantel. Y encima de ella estaba servida la cena. Pizza. Así que deduje que papá no había tenido tiempo ni ganas para preparar otra cosa en tan poco tiempo. Él estaba sentado ya en un lado de la mesa, y a varias sillas de distancia Rebecca también lo estaba. Me senté lejos de los demás por probar una experiencia nueva ya que estaba acostumbrada a comer en una lata de sardinas. La cena transcurrió en silencio. Apenas nos cruzamos un par de comentarios. Mi padre nos preguntó si nos gustaban nuestros nuevos cuartos, yo asentí sin mucho entusiasmo y Rebecca ni siquiera contestó. Se hizo el silencio. Poco después oímos unos fuertes golpes que resonaron por toda la casa. Mi hermana dio un respingo y yo me quedé petrificada. Por un momento pensé que había sido uno de esos sonidos de procedencia desconocida hasta que papá se levantó de la mesa como si nada y dijo: ―Ha debido de ser la puerta. Tenemos visita. Justo después de que mi padre saliera por la puerta del comedor, Rebecca se levantó de su asiento y fue rápidamente a asomarse a la puerta, obviamente no quería perderse detalle de quién era el misterioso visitante nocturno. Yo la imité. No es que me pareciera bien espiar las conversaciones ajenas pero no me parecía justo que mi hermana se informara y yo no. Así que allí, desde la puerta pudimos ver a la anciana hablando con papá. Y como había eco, no nos resultó muy difícil escuchar toda la conversación. La mujer se llamaba Margaret Wallace ―Maggie, para los amigos― y vivía en la casa de al lado. Había venido a darnos la bienvenida al barrio, igual que habían hecho antes el Sr. Hocke y su hija. Claro que ellos no nos habían regalado nada. Esta anciana se mostró incluso más generosa que ellos regalándonos una tarta. Mi padre le dio las gracias y la invitó a entrar pero ella no quiso. Dijo que era muy tarde y debía irse a casa. ¿Fue mi imaginación o se alteró un poco cuando papá le dijo que entrara en casa? En cualquier caso, no me apetecía preguntarle a Rebecca si se había fijado en ese detalle. Sabía que lo que me diría de antemano: “¡Estás tan paranoica! Serías capaz de decir que las formas de las nubes son sospechosas, en serio, deja ya de leer esas tonterías policíacas”. Así que en cuanto papá cerró la puerta principal tras la anciana, y sin darle oportunidad a él para preguntarme si quería un poco de tarta, yo subí las escaleras a toda prisa. Esperaba que el baño estuviera en condiciones, o al menos, que no se desprendieran los azulejos de las paredes por arte de magia. Y después, sin volver a bajar al comedor me iría directa a la cama. Solo eran las diez. Hacía siglos que no me acostaba tan temprano en viernes.
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Editado: 19.10.2022