La noche ya estaba cayendo, pero en el horizonte, donde el azul y el verde se tocaban, aún podían notarse los últimos rayos rojizos del sol. No había encontrado madera, en ese lugar y a mil leguas a la redonda, desde hacia mil años no crecía árbol alguno, ni siquiera el más pequeño arbusto. No sabía quién fue en el pasado, ni siquiera recordaba su nombre pero, aún así, sin tener mas recuerdo que su propia lengua, recordaba esa llanura. El desierto verde, ese era su nombre.
Desde el inicio de los tiempos esa llanura interminable había permanecido inmutable. Eso si lo sabía, o lo recordaba, o quizá era cuestión de naturaleza. Como el hecho de que debía venir de una madre y un padre, o que necesitaba respirar, comer y, sí, una fogata, aunque no tenía manera alguna de encenderla, así que simplemente se quedó sentado. Miraba el cielo, cada vez más obscuro, la luna y las estrellas iluminaban todo ese llano vacío. El verde del pasto era convertido en gris por la luz mortecina.
A lo lejos, a su derecha, alcanzaba a ver la silueta de una montaña, negra como carbón. Estaba rodeada por agua, una cinta plateada que se alimentaba de diminutos hilos que bajaban por las laderas de la montaña.
En el cielo no había nubes, el viento soplaba sin obstáculos a su paso. A parte del aullido del viento, la llanura estaba tan silenciosa que podía escuchar sus propios latidos, la sangre que recorría su cuerpo, el pasto que rozaba su piel al menor movimiento.
Sus dientes chocaban entre si, temblaba por el frescor de la noche. Sin saber que más hacer y desesperado por la desolación de su situación, cerró los ojos. Intentaba concentrarse, calentar su cuerpo a fuerza de voluntad. Acompasó su respiración, inhalando por la nariz, exhalando por la boca, fuerte, concentrándose en el calor que generaba su cuerpo, intentando controlar los espasmos. Se centró en la acción tan profundamente que no notó cuando llegó la media noche, tampoco cuando su cuerpo dejó de tiritar. Siguió respirando, sin pensar en nada más, sin prestarle atención a nada que no fuera el aire entrando por su nariz, hinchando su pecho, llenando su cuerpo de esa sustancia que le daba la vida de una manera más desesperada que cualquier otra.
Fue entonces, solo entonces, con sus sentidos cerrados al mundo real, con la mente viajando a través del velo infinito de las posibilidades, cuando lo notó. No era nada que pudiera describirse y aún así era tan familiar como mirarse en el espejo. Podía notarlo en su respiración, en el silencio de alrededor, en la negrura de la noche y en el cielo nocturno. En la gigantesca montaña señoreando la llanura y en la llanura misma. Lo observaba, sin descanso, lo escuchaba, lo sentía, y tuvo la certeza de que podía entrar en su mente cada vez que quisiera. Sondeando sus recuerdos y pensamientos.
Notaba un aliento caliente en el cuello, así de cerca estaba y lo estaba siempre, vigilante, hambriento, como un monstruo inexplicable que se alimenta del mundo. Lo notaba en la lejanía, arrastrándose por la hierba de llano, mirando su cuerpo, sentado en medio de la nada, abrazando sus piernas desnudas para escapar del frío.
Lo notaba en la luna, en la luz que venía de ella, cubriéndolo por completo, era el monstruo que lo observaba, y tuvo miedo, un miedo tan salvaje y tan natural, instintivo, tan apremiante que se quedó paralizado. Supo entonces que había tenido suerte, pues, de haber notado que le sentían, él no hubiera sobrevivido.
Aspiró profundamente, notando el sudor en su espalda, en su frente, controlando los espasmos que pugnaban por aflorar, aunque ésta vez no eran el frío la causa. Su frente, brillante de sudor, cubierta por el pelo empapado lo delataba, pero el no podía saberlo; y, quizá, lo único que lo salvó, fue esa inconsciencia. Sin saberlo, sin siquiera una sospecha, sintiendo un escalofrío, sintiendo en su piel cada una de las advertencias, compartía situación y, tal vez, destino, con ese ente que lo observaba atentamente.
Así, tiritando, abrió los ojos. La luna ya caía en el cielo, y los primeros rayos del sol de la mañana asomaban por su derecha. El rocío cubría la llanura y su propio cuerpo. Su piel se erizó, volvía a ser consciente de sí mismo y su estómago rugió.
Se preguntó cuánto tiempo llevaba sin probar bocado. Doce horas como mínimo, muchas más si tenía en cuenta todo el tiempo que no recordaba.
Se dejó caer. La hierba mojada le escoció en la espalda y en las piernas pero no le importó. Simplemente se quedó mirando arriba fijamente. Viendo al sol salir y, lentamente, elevarse en el firmamento. Sus rayos fueron calentando la mañana, iluminando el mundo, aclarando el cielo.
Los notó con la vista antes que cualquier otra forma. Una columna de polvo se alcanzaba a ver a su derecha del todo. Más allá de la montaña, que ahora, a la luz del medio día se notaba de un color verde sucio.
Después sintió la vibración en el suelo, era muy tenue, tanto que, de no haber visto el polvo no la hubiera notado. Con el tiempo fue creciendo de intensidad y entonces pudo escucharlos. Sonaba como un alud de piedras cayendo por una ladera pero el no se movió.
Siguió tumbado, sin fuerzas siquiera para preocuparse. Las señales fueron en aumento, acercándose hasta que casi las tuvo encima y entonces, sin previo aviso, se detuvieron.
Él cerró los ojos y suspiró. Quizá le había llegado su hora, mientras lo pensaba le parecía completamente lógico, incluso esperanzador. Escuchó unas pisadas a su lado. Parecían de un cuerpo pesado y hueco. Clap, clap, clap. Cada golpe se metía en sus oídos martirizando su mente. Deseaba que terminara rápido pero lo que hiciera esos sonidos, fuera lo que fuera, no tenía intención de complacerlo.
Entonces algo le tapó el sol, sintió claramente el frescor de la sombra en su piel desnuda. La curiosidad lo abrumó, las pisadas se detuvieron, abrió los ojos, el sol lo deslumbró. La silueta de la figura que lo cubría quedó difuminada por la intensa luz. Dudó si había visto bien, desde toda su altura lo miraba con curiosidad, un hombre caballo.