Aliados por Tres Años

3.- 23 Años Antes de la Boda -.

Xavier y Laura crecían como dos pequeños terremotos con piernas, energía y planes imposibles.

Desde que sus familias se hicieron amigas hubieron cenas interminables, tardes de piscina compartidas, cumpleaños conjuntos; los adultos apenas recordaban cómo era la paz antes de que ambos niños decidieran que el mundo era un tablero de juegos.

Xavier, con siete años, creía firmemente que él era el estratega del dúo. Laura, con seis, estaba convencida de que ella era la verdadera mente maestra.

En realidad, ambos se complementaban como dos piezas destinadas a encajar: uno proponía la locura, el otro la ejecutaba sin cuestionar.

La mansión de los Montenegro y la de los Reyes se habían convertido, sin quererlo, en un solo territorio conquistado por dos pequeños dictadores de la imaginación. Corredores largos, jardines inmensos, fuentes ornamentales, cuartos de servicio, áticos olvidados… todo era un reino infinito para explorar.

Y allí comenzaba su historia: enredada, traviesa, imposible de controlar.

Todo empezó una tarde en que Xavier encontró una caja de galletas abandonada en el jardín. Al abrirla, descubrió un par de ojos redondos mirándolo con adoración, o terror, era difícil distinguirlo.

—¡Laura! —gritó, como si hubiera encontrado un tesoro pirata.

Laura llegó corriendo, con sus coletas rebotando en el aire.

—¿Qué es? ¿Qué es? ¿Qué es?

Xavier abrió la tapa con solemnidad. El pequeño ratón, blanco con una mancha gris en la cabeza, tembló.

Laura suspiró, enamorada del desastre anunciándose.

—Es hermoso.

—Es nuestro —declaró él, sin consultar, por supuesto.

Sabían perfectamente que ningún adulto aprobaría tener un ratón. Especialmente Martina, la abuela de Xavier, que se desmayaba si veía una mota de polvo fuera de lugar. Pero eso solo hacía que la idea fuera mucho más emocionante.

—Lo esconderemos —dijo Laura.

—Será nuestro secreto —respondió Xavier, sintiendo que acababa de formar una alianza eterna.

Decidieron que la guarida perfecta sería una casita de muñecas abandonada en el jardín, justo detrás del invernadero. Era pequeña, colorida, y nadie se acordaba de ella más que los jardineros… y que ellos.

El ratón, bautizado en ese mismo instante como Señor Galleta, fue instalado allí con ceremonias dignas de dos reyes infantiles. Laura le preparó una cama con algodón. Xavier dejó migas de pan. Y ambos juraron solemnemente visitarlo todos los días.

Lo cumplieron.

Una semana entera viviendo una doble vida, escapándose en cuanto podían, vigilando que ningún adulto sospechara. Xavier inventaba coartadas; Laura hacía mapas del jardín para evitar rutas donde hubiera servicio o jardineros. El Señor Galleta vivía mejor que muchos humanos.

Y, por supuesto, era cuestión de tiempo antes de que se metieran en un lío más grande.

La travesura sucedió un sábado por la tarde.

Xavier había leído en algún libro que “los peces necesitan libertad”. Laura no sabía si era verdad, pero la frase sonaba importante. Además, la pecera de la casa del niño le parecía aburrida: siempre en el mismo lugar, siempre los mismos peces naranja moviéndose de un lado a otro.

—¿Y si… los sacamos a explorar? —propuso Xavier, con esa mirada que era mitad brillantez, mitad peligro.

Laura se llevó las manos a la boca.

—¿A dónde?

Ambos miraron por la ventana, hacia la enorme fuente de mármol del patio principal, donde el agua caía en cascada formando un sonido relajante.

Demasiado tentador.

—A su nueva casa —sonrió Xavier.

Diez minutos después, estaban frente a la pecera, los dos de puntillas para alcanzarla. Trabajaron con un cuidado heroico, usando la red para atrapar uno por uno a los peces. Laura los sostenía en un vaso de plástico. Xavier dirigía la operación como un cirujano infantil.

Salieron al jardín sin ser vistos —o eso creían— y liberaron a los peces en la fuente. Los animales nadaron confundidos, pero vivos, brillando bajo el sol de la tarde.

—¡Míralos, Xavier! ¡Son libres!

—Somos genios —dijo él, con el orgullo inflado.

No duró mucho.

La fuente tenía un sistema de iluminación interna. Y esa noche, cuando se encendieron las luces, la familia entera vio a los peces dar vueltas como si protagonizaran un espectáculo acuático no solicitado.

La abuela Martina casi cayó desmayada en los brazos de Mario.

—¡Mis luces! ¡Mi fuente! ¡Mis peces de colección! —gritaba.

Los adultos sabían perfectamente quiénes eran los sospechosos.

Xavier y Laura fueron convocados a la sala principal con miradas de “ustedes dos nos van a matar algún día”. Ambos estaban tomados de las manos, como si enfrentar al tribunal unido pudiera salvarlos.

Cuando Lucía preguntó: “¿Quién fue?”, los dos niños levantaron la mano… pero señalándose mutuamente.

—¡Ella!

—¡Él!

Al final terminaron castigados… aunque el castigo duró lo que tardó en llegar la hora de dormir. A ninguno se le ocurrió que tal vez era momento de tranquilizarse.

Y no lo hicieron.

Su reputación ya era tan fuerte que, cada vez que desaparecían, los adultos comenzaban a buscarlos con ansiedad preventiva.

Un día, tras romper sin querer un jarrón caro durante una carrera improvisada por el pasillo, Xavier y Laura supieron que debían esconderse.

Pero no en cualquier lugar.

Debía ser el escondite.

Buscaron detrás de cortinas, bajo mesas, arriba de estantes… nada parecía suficientemente secreto.

Fue Laura quien encontró la puerta lateral del vestidor de invitados. Una puerta tan estrecha que parecía decorativa. Cuando la empujaron, descubrieron un pequeño cuarto oscuro lleno de mantas dobladas y cajas de temporada.

—Aquí —susurró ella, con la emoción de quien descubre un portal mágico.

Era perfecto: silencioso, profundo, escondido. Se acomodaron entre las mantas, riendo bajito mientras escuchaban a los adultos llamarlos por toda la mansión.




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