Juro que mi día iba perfectamente bien hasta que Laura me cayó encima, literalmente, como si fuera un meteorito con nombre propio y ojos enormes llenos de pánico.
Estaba tirado en mi cama, sin camisa, tratando de convencerme de que estudiar era una buena idea, cuando la puerta de mi habitación se abrió de golpe.
—Xavier —dijo ella, sin siquiera saludar, jadeando como si hubiera corrido un maratón—. Necesito tu ayuda. Ahora.
Me incorporé de inmediato. Cuando Laura decía ahora, normalmente era algo relacionado con comida, maquillaje o alguna estupidez monumental que había hecho.
—¿Qué pasó? ¿Se quemó tu casa? ¿Tu perro aprendió a hablar? ¿Descubriste que soy adoptado? —pregunté.
Ella parpadeó.
No rió.
No sonrió.
Ni siquiera rodó los ojos.
Eso me asustó.
—Xavier… —susurró, apretando los labios—. Simón me invitó a salir.
Ah, era eso.
Esperé unos segundos a que me diera el resto de la tragedia, pero no dijo nada más.
—¿Y? —pregunté—. Felicidades. Ya era hora de que alguien tuviera buen gusto.
Laura me lanzó una mirada asesina.
Y ahí lo supe: había más.
—Es mañana —dijo, tragando saliva—. Y… nunca he besado a nadie.
Yo me quedé en silencio.
Ella también.
Nos quedamos así, mirándonos como idiotas.
Hasta que Laura, muy seria, añadió:
—Y no quiero hacer el ridículo.
Sentí una risa subiéndome por la garganta, pero logré mantenerla dentro porque su cara era tan trágica que parecía que le habían dicho que se iba a morir en diez minutos.
—De acuerdo —dije, poniéndome serio—. Pero tienes un problema.
—¿Cuál?
—Yo tampoco.
Su reacción fue gloriosa.
Abrió los ojos como si acabara de descubrir que el sol no era real.
—¿Qué? ¡No! ¡Tú! ¡Tú eres… tú! —gesticuló hacia mí como si mi existencia fuera una respuesta válida.
—No soy un mago, Laura. —Le guiñé un ojo—. El encanto natural no cuenta como práctica.
Ella se llevó las manos al rostro, desesperada.
—No puedo ir sin saber qué hacer. ¡¿Y si me estrello con él?! ¡¿Y si choco los dientes?! ¡¿Y si meto la nariz donde no va?!
Tuve que morderme la mano para no estallar de risa.
—Ok, ok —dije, levantando ambas manos en señal de rendición—. Respira. Vamos a solucionarlo.
Laura bajó las manos y me miró, esperando milagros.
Y fue ahí cuando dije la frase que cambiaría nuestra vida para siempre:
—Practiquemos juntos.
Laura se quedó muda.
Yo también, porque recién entendía lo que había dicho.
Un segundo después, ella se puso roja como tomate.
—¿Tú y yo… besar? —preguntó.
—Es científicamente la opción más lógica —respondí, encogiéndome de hombros—. Y además, ¿qué podría salir mal?
…
Nos sentamos en el piso de mi habitación.
Cruzados de piernas, frente a frente, como dos niños en castigo que estaban a punto de graduarse en estupidez aplicada.
—Ok —dije, tratando de sonar profesional—. He visto películas. Se supone que es fácil.
Laura arqueó una ceja.
—¿Películas? Xavier… tú ves películas de acción. En ninguna se besan.
—Bueno, algo se aprende —murmuré.
Nos miramos.
Ella se acercó un poco.
Yo también.
De repente mi cerebro entró en modo alerta máxima.
¿Y si lo hacía mal?
¿Y si Laura pensaba que besaba como una patata?
¿Y si luego se lo contaba a toda la humanidad?
Respiré hondo.
Ella también.
Nuestras rodillas se tocaban.
Y la situación ya no parecía tan inocente como en mi cabeza dos minutos atrás.
—¿Listo? —preguntó ella, con una voz tan baja que casi no la escuché.
—Listo —mentí.
Nos inclinamos.
Ella cerró los ojos.
Yo también.
Y entonces…
PUM.
Nos dimos un golpe de frente.
—¡Ay! —se quejó ella, llevándose la mano a la frente.
—¡Fue tu culpa! —dije yo, sobándome la mía.
—¡Te moviste!
—¡También tú!
Nos miramos.
Y estallamos en risa.
Era inevitable.
…
—Está bien —dije cuando logramos calmarnos—. Eso fue el ensayo general fallido. Ahora el beso real.
Laura respiró profundo, juntó coraje y dijo:
—Ok, pero… sin cabezazos.
—Sin cabezazos —prometí.
Nos inclinamos otra vez.
Despacio.
Con cuidado.
Su nariz rozó la mía.
Mi corazón empezó a latir como si fuera un tambor en un concierto.
Y finalmente, nuestros labios se tocaron.
Suave.
Tibio.
Torpe.
Cortito.
Nos separamos al instante.
—¿Eso fue…? —pregunté.
—No sé —dijo ella—. Creo que fue un choque de labios.
—De acuerdo. —Respiré hondo—. Otra vez.
El segundo fue más largo.
El tercero más natural.
En el cuarto, Laura rió a mitad del beso y yo también.
En el quinto, chocamos narices de nuevo.
Al décimo ya no nos reíamos tanto, pero sí nos sonreíamos.
Al vigésimo… bueno, creo que ahí dejamos de contarlos.
En un momento, ella apoyó la frente en la mía y dijo bajito:
—Eres el mejor amigo del mundo.
Y por primera vez, sentí un calor raro, desconocido, que no tenía nada de amistad, recorriéndome el pecho.
Yo respondí:
—Para eso estoy. Para salvarte de besos catastróficos.
Ella sonrió.
Yo también.
Y nos volvimos a besar.
Hasta que se nos hizo de noche.
Hasta que nos quedamos sin excusas para seguir practicando.
Hasta que ya no sabíamos si lo hacíamos por Simón… o por nosotros.
…
No habían pasado ni dos horas desde que Laura salió con Simón cuando escuché el portón abrirse de golpe y pasos corriendo por el pasillo. Literalmente corriendo. Solo ella hacía eso en esta casa como si fuera suya.
—¡Xavier! ¡Xav, Xav, Xav! —gritó antes de aparecer en mi puerta, sin tocar.
Yo estaba en el escritorio fingiendo estudiar pero, en realidad, repasando mentalmente los besos como un idiota. Cuando levanté la vista, Laura estaba ahí, con las mejillas encendidas y respirando como si hubiera corrido una maratón.
#4631 en Novela romántica
#1382 en Chick lit
romance amistad, amigos con derechos, amor vecinos matrimonio por herencia
Editado: 01.12.2025