La noticia de su compromiso con Lord William, un joven arrogante y egocéntrico, cayó sobre Alice como un balde de agua fría. La idea de casarse con un hombre que no amaba, solo para seguir alimentando el ego de su familia, le era insoportable. La presión de sus padres era aplastante, y mientras sus días se llenaban de reuniones con el futuro esposo, sus noches se llenaban de secretos y susurros con Edward.
Las clases de ballet, que al principio eran simplemente una obligación, se convirtieron en un juego de miradas furtivas y toques disimulados, cada uno de ellos cargado con una promesa tácita de lo que sucedería en cuanto estuvieran a solas. Los momentos en que Edward la corregía en el escenario ya no eran solo sobre su técnica; ahora había una tensión eléctrica entre ellos, algo mucho más profundo, que sólo aumentaba a medida que se acercaba el día de la boda.
Una tarde, mientras ensayaban una pieza especialmente exigente, Edward la tomó por la cintura de forma más firme de lo usual, su respiración se volvió más agitada. Alice no pudo evitar sonreír ante la intensidad de ese contacto. "Alice", susurró, "tenemos que irnos antes de que sea demasiado tarde. No puedo dejar que te cases con él."
Ella lo miró, sus ojos brillando con la misma mezcla de miedo y deseo que sentía él. "Lo sé", respondió en voz baja, "pero debo ser muy cuidadosa. Si alguien descubre lo que está pasando entre nosotros, será el fin de todo."
La complicidad entre ambos crecía con cada día que pasaba, y lo que comenzó como un susurro de rebelión se convirtió en un plan concreto. Edward había comenzado a hacer arreglos, contactando a un amigo que los llevaría fuera de Londres, a un pequeño pueblo en el norte, donde podrían vivir en paz, lejos de las garras de la familia Montclair.