Alice Black 1: La híbrida de los vampiros

Prólogo

Narra Grecia Kirchner:

Chirridos agudos se escuchaban en las paredes como si garras afiladas estuvieran raspando la cruda madera, de la puerta que hace minutos cerré. Conduciendo a que la incertidumbre me impulsara a levantarme del altar en el cual estaba oculta, se activaron todos mis instintos. Unas piedras Ámbares quebrantaron las ventanas de la iglesia, motivando a los sentidos despertar con rapidez para buscar un nuevo lugar donde resguardarme. 

Cuando los sonidos de los cristales sobrantes de la ventana acariciaron el suelo, miré hacia todos lados anhelando una salida. Estaba indefensa, rodeada de astenia y de cosas extrañas del cual desconocía su paradero.

El silencio seco con gran soplido recibió una sombra negra y peluda, sobre los pulidos asientos caoba de la iglesia. Este poseía enormes ojos carmesíes. Y daban la ilusión de resplandecer y cambiar a tonalidades amarillentas. Como un eclipse mortal a mi vida quebrantada. 

Los gruñidos se hicieron más fuertes, asemejándose a un león enjaulado proclamando libertad, esclareciendo que mi temor más hallado en mi corazón era real. El templo gótico qué gozaba de una ataraxia infinita era profanado por el enemigo más poderoso de los caminantes de la noche. Una bestia feroz, invencible y de vida perdurable, que desde hace miles de siglos ha luchado por destruir y destronar a la raza vampira, los licántropos. 

La incertidumbre, la insistente necesidad de mis labios resecos y la desolación que mi pecho no dejaba de reprocharme, me habían mostrado el trance del cual no podía mover ni un mero músculo de mi cuerpo. Pues con tan solo analizar lo gigantesco que se mostraba ante el estéreo y demacrada figura que me definía como persona o de acuerdo a este desatino evento, la liebre a punto de ser la inmensurable cena del lobo. La bestia expresó una sombría sonrisa que parecía estar confabulada para hacerme sufrir. 

Acortando los pasos entre nosotros y deleitándose del miedo de su presa. Llega al punto de querer saciarse con el último aliento de vitalidad de su débil oponente, mi vida. Era por tal razón que la desesperación hizo de mi corazón colgar de un hilo. Sin importar que mis manos hubieran empuñado el primer objeto punzante para utilizarlo en mi defensa, mi escasa valentía me reclamaba arrojarlo y echarme a correr o caer rendida de acuclillar. 

—Grecia — pronunció la criatura mirándome. Su inquebrantable iris parecía azotarme con asco. A merced de una feroz carpanta envuelta de una densa actitud rebelde. 

—No me mates.— me desplomo en el suelo, resoplando fuerte en lamentación, al ser testigo de cómo arqueaba  sus gruesas uñas y encendía velas rojas sobre el altar sagrado.  Semejándose a una especie astral que deambulaba por este mundo en busca de aquel que lo condenó a tal martirio. 

El entorno se iluminaba, mezclándose con cada rincón del lugar opacado por la macabra risa que pintaba su rostro. Era como si hubiese predeterminado que caería en su trampa. Sin embargo, ese sentimiento traicionero que corrompió mi diminuta tranquilidad fue reemplazada por una intachable mano que con fluidez penetró el pecho del hombre lobo. Arrancándole el corazón sin clemencia alguna. Salpicando por donde quiera. Incluyendo mi ropa y cada porción de mi rostro, se tiñeron de sangre demoníaca.




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