―Alissa, tu madre te busca pequeña. ―notificó una de las criadas con voz cantarina. La niña, que se encontraba tirada en la peluda alfombra blanca que adornaba el suelo de su recámara giró hacia la chica, mientras afirmaba con la cabeza; dejó sus cosas a un lado y se puso de pie.
Era una mañana tranquila, algo calurosa y húmeda, la neblina inundaba el panorama en el patio trasero de la gran casa, el pasto estaba empapado del rocío y había un perfume a tierra húmeda por todas partes.
La joven no podía evitar enamorarse del aspecto físico de tal dulzura como era esa niña. Ni aquella chica ni ninguna criatura habitante del planeta tierra o fuera de él; su aspecto peculiar hipnotizaría a la más feroz de las bestias, haciéndola obedecer cada una de sus exigencias y caprichos.
Poseía de una enorme y pelirroja cabellera ondulada, suave y brillante que caía como una corriente de sangre por sus hombros hasta llegar a su cadera; era de tez pálida, rostro pecoso, como un cielo nocturno lleno de estrellas, y ojos azules como si en ellos se reflejara el agua cálida del mar en la época de verano.
Salió en un dos por tres de la pintoresca habitación.
―¡Señorita Alissa no corra por favor, podría lastimarse! ―advirtió la muchacha al ver a la niña salir a toda prisa con los pies descalzos. La joven era una de las criadas más recientes en la casa de la familia Wells, y por lo tanto apenas comenzaba a conocer las peculiaridades de la más pequeña de la familia. Su forma de jugar le resultaba un poco diferente a la de los demás niños, perturbadora de alguna forma.
Sus juguetes eran realmente extraños, a la pequeña pelirroja le gustaba por lo general sacar los ojos a los muñecos de peluche y arrancar los pocos hilos que tenían por boca; y era así en ese preciso instante, a eso "jugaba" la pálida antes de ser solicitada por su madre; sobre la alfombra estaban sus "utensilios de costura", los ojos de un oso de felpa color gris que su madre le había obsequiado semanas antes se encontraba a un lado, junto a los hilos que una vez formaron la boca sonriente del "animalito".
Corría con los pies desnudos encaminándose a las escaleras donde disminuyó la velocidad de su trayectoria; observaba las pinturas y retratos que adornaban la enorme pared de madera estilo rustico que se necesitaba recorrer al descender por allí.
A medida que esta maduraba crecían junto con ella las dudas y la curiosidad de quienes eran esas personas de traje con las que su madre se veía tan sonriente, pero el detalle que mas curiosidad le brindaba el cristal roto de la fotografía del abuelo Wells, cristal que ni su madre ni las criadas se habían preocupado en reemplazar hacia ya bastante tiempo. Todas esas Preguntas sin responder desaparecían en la infinidad de su mundo al terminar de bajar aquellas escaleras. Corrió al salón principal donde su madre le esperaba.
Laura Wells, una importante vice-presidenta en una exitosa empresa de negocios internacionales; era una mujer ejemplar, en todos los aspectos de la palabra, su dedicación y amor eran dignos de admiración.
―Buenos días cariño ―dijo la mujer ocultando algo a sus espaldas.
La pequeña sonrió de oreja a oreja, dejando al descubierto cada uno de sus blancos y diminutos dientecitos; si su madre le entregaría algo de esa forma quería decir que se trataba de algo de importancia.
―Mira lo que tengo para ti ― Laura sacó a la luz despacio y capturando la atención de su pequeña hija una pequeña caja dura con orificios a los alrededores.
La ojiazul subió con dificultad al suave sillón del salón y abrió la caja; de ella salió al exterior un precioso y peludo conejito blanco, su madre le observó atenta, esperando una reacción de su pequeña niña adorada, esta abrió sus enormes ojos azulados y miró a su madre con una gran sonrisa eufórica pintada en su pecoso rostro, su madre solo le devolvía la sonrisa con un cierto remordimiento, pero este desapareció casi en el acto, nadie se percató de ello.
Alissa se puso de pie emocionada para acercarse a su madre y abrazarle con todas sus fuerzas; su madre solo sonrió un poco y se conmovió al ver al infante tan contenta, las criadas observan a la distancia la escena y contemplan el cariño entre madre e hija algunas susurran cosas, pero se detienen al ver que la madre con una sonrisa de felicidad las observa sin decir nada. La pequeña ojiazul Tomo su nuevo amiguito y volvió a su recamara para jugar un rato con él.
. . .
Dejó al conejito libre para que recorriese la habitación, la pálida le observaba explorar con sigilo, olfateando todo a su alrededor; le parecía tan tierno y frágil, tan similar a ella que tal vez le asustaba un poco. Se puso de pie y se acercó a la ventana la cual abrió de par en par.
―Lo odio. ―comentó para si misma refiriéndose al aroma que creaban las gotas de lluvia al combinarse con la tierra del jardín. Al igual que la sensación calurosa que provocaba que su pálido rostro expulsara sudor sin parar. Resopló, sabiendo que no era como si pudiese hacer mucho al respecto; se volvió nuevamente al conejo y se tiro de rodillas al suelo para intentar agarrarle, pero la pequeña criatura de cuatro patas se asustó, escapando bruscamente de las manos de la pelirroja, ocasionándole un rasguño en la muñeca, cosa que no le agradó en lo absoluto.
La ojiazul lanzó una mirada de muerte al animalito, pero luego esta mirada amenazante se convirtió en una mirada de satisfacción y una media sonrisa macabra, una idea curiosa pululaba por su cabecita, suspiró profundamente y fue por uno de sus tantos cajones de caoba que guardaban sus muchos juguetes, de allí sacó una cuerda de saltar y procedió de inmediato a la acción, despreocupada, dejando pasar lo ocurrido.
Editado: 19.05.2020