Fue cuestión de un abrir y cerrar de ojos para que la niña pasara de estar sentada en el parque, no muy lejos de la torre departamental donde se hospedaba con su padre y demás acompañantes, a encontrarse en un pasillo donde circulaban personas uniformadas de un lado a otro. El ajetreo era evidente y abundaban los teléfonos que no paraban de emitir pitidos en los cuartos; Junto a ella se encontraban reos del tamaño de pie grande, musculados, tatuados y esposados; con cara de pocos amigos, el ambiente era casi hostil.
A la pelirroja le sorprendió que ninguna de esas personas le miraran de una forma extraña por sus condiciones en ese momento, las personas que transitaban no ponían su mirada en ella ni un solo instante, ni de reojo, como si fuese invisible para todos ellos. Ella no se encontraba esposada pero se habían llevado sus pertenencias, por lo que llevaba las manos libres, solo manchadas del líquido rojo, oloroso y para entonces seco que coloreaba gran parte de ella.
Un uniformado se aproximaba a la distancia, parecía buscar a alguien entre el montón, se acercó a ella y no dijo una solo palabra, solo sonrió y extendió su mano para que ella la tomara. La ojiazul se deslizó del haciendo hasta posar sus pies sobre el suelo.
Se encaminaron juntos hasta lo más profundo del pasillo donde había un elevador, esperaron pacientes a que las compuertas metálicas se abrieran, llegaron al tercer piso, el hombre le pidió que esperara un momento fuera mientras él entraba a una habitación y hablaba con un superior; la chiquilla optó por tomar asiento en un banco del pasillo, había visto muchas películas policíacas como para saber que le esperaba un interrogatorio incómodo, en el cual ella debería decir que no diría nada hasta tener un abogado pero eso que importaba, con diez años no es como que pudiesen hacer mucho en su contra, y lo que había hecho estaba bien, o al menos eso creía.
Una mujer alta de pelo castaño hasta el cuello, elegante, con falda ajustada hasta las rodillas, camisa blanca, anteojos grandes y en combinación de aspecto muy profesional abrió la puerta, el joven uniformado siguió su camino, desapareciendo al doblar al final de aquel corredor, mientras que la mujer invitó a pasar a la niña.
―¿Alissa verdad? ―inquirió confirmando la información que se le había facilitado. La niña asintió sin mucho interés, entrando al lugar, una habitación con gran iluminación, que no tenía más que un archivador pequeño, un diminuto refrigerador y una mesa metálica gris. El cristal que separaba la habitación del pasillo no permitía que las personas allí dentro pudiesen ver hacia el exterior, era como una especie de enorme espejo, en cambio los espectadores de fuera podían ver cada uno de los sucesos.
―Puedes sentarte cariño ―dijo la mujer con una gran sonrisa en su rostro, haciendo lo mismo que había ordenado a la infante.
La niña decidió aceptar la invitación, igualmente no le quedaba de otra. La mujer se mantuvo mirándola a los ojos, sonriente, inspirando tranquilidad y confianza para la pequeña.
―¿Entiendes lo que pasa Alissa? ―preguntó ―, Soy la Dr. Anna Becher, psicóloga infantil, y terapeuta familiar, estoy aquí para ayudarte con tu pequeño problema. ¿Sabes lo que es una psicóloga o psicologo?
―... Es una loquera ―soltó sin mucho afán
La mujer dio una media sonrisa mirando a la ojiazul con ternura por su espontaneo comentario―Como quieras llamarlo preciosa ―aceptó, sabía que no era buena idea llevar la contraria y mucho menos si era que quería que la fémina hablara. Parecía en un estado leve de shock, pero solo en algunos momentos, a pesar de su sarcasmo, hacía sus comentarios sin mirar a la mujer a la cara, mantenía su vista al vacío y mordía un poco su labio inferior; la castaña hacía anotaciones sobre cada movimiento que la pelirroja realizaba observándola expectante.
―¿Puedo preguntarte por qué hiciste eso? ―cuestionó refiriéndose al acto llevado a cabo por la niña horas antes. Alissa no contestó a la pregunta y se encogió de hombros, pintando una sonrisita de satisfacción en su rostro.
―Entonces lo disfrutaste, según puedo percibir ―era inútil, la niña no hablaría, pero la adulta necesitaba respuestas. Su teléfono celular comenzó a emitir sonido.
―Aquí Becher ―dijo ― Sí, aquí está conmigo, no, aún no he podido hacer que diga nada ―la pálida seguía en su mundo sin poner el más mínimo interés en la conversación telefónica de la mujer. ― tengo el reporte policial en mis manos yo podría leerlo en este momento si gusta... Bien pues aquí se la paso ―fue lo último que manifestó entregando el aparato a la pelirroja.
―¿Lissa cómo estás? ―preguntó la voz al otro lado del teléfono. Era Arthur, él y la Dr. Becher habían tenido contacto luego del suceso de las ratas en la escuela. ―La Dr.Becher cuidará de ti ahora, yo ya no puedo... Lo siento mucho ―dijo y colgó la llamada, sin más, sin remordimiento, sin delicadeza, sin tal vez una pisca de empatía.
. . .
Arthur caminaba de un lado a otro en el aeropuerto, habían comprado los boletos lo antes posible, ya no podía soportar lo que estaba ocurriendo con su hija, las cosas se salían de control y lo único que podía hacer al respecto era buscar ayuda, lo que se abstuvo a hacer hacía mucho tiempo. Aún no sabía que había pasado realmente con su...su, bueno, él ya no sabía siquiera como llamarla. Tal vez solo presenció algún delito, pero conociendo sus actividades lo más probable era que ella fuese la causante de todo, eso sospechaba el adulto y eso susurraba la mujer a su lado. Semanas antes había contactado con la Dr. Becher, lo tenía planificado años atrás, tomaba el teléfono, marcaba los primeros dígitos y luego solo lo dejaba de lado, puesto que nunca pensó que las cosas llegarían a tal punto; creyó que con el tiempo la niña crecería y maduraría de una forma normal, o eso le planteo con seguridad su ex-esposa.
Editado: 19.05.2020