En ese momento me di cuenta de que me había besado como nunca antes, y sentí cómo mi alma se conectaba con la de Henry. Quedé completamente paralizada, como en estado de shock.
Henry, al notar mi expresión, se dio cuenta de que mis mejillas estaban encendidas como dos manzanas y, con una sonrisa encantadora, me dijo:
—Te sonrojaste.
—Vos también te sonrojaste —le respondí, riendo con suavidad.
—Bueno, es que besarte fue algo espectacular, señorita —replicó, aún con esa chispa en los ojos.
Ambos sonreímos, hasta que lo miré con picardía y le dije:
—Cambiá la cara, que ahí viene tu mamá.
Justo en ese instante, su madre se acercó para invitarnos a tomar el té. Bajamos las escaleras detrás de ella, quien caminaba delante sin notar nuestras miradas complices . Aprovechando ese momento, le lancé un beso al aire (¿por qué hice eso?). Henry lo atrapó con una sonrisa tímida, claramente sonrojado.
Después de tomar el té, su madre me ofreció amablemente darme un baño si me sentía cansada, e incluso me invitó a descansar un rato en una de las habitaciones. Agradecí su gesto y, aunque la idea de acostarme me tentaba, preferí darme un baño rápido para despejarme y luego sentarme en el salón a charlar con Henry.
Compartimos un rato muy lindo. Hablamos de su infancia, de sus travesuras y momentos felices. Incluso me mostró algunas fotos de cuando era niño. Me parecieron tan adorables que no pude evitar preguntarle con una sonrisa:
—¿Siempre fuiste así de adorable?
Él solo sonrió con una mezcla de timidez y picardía, y luego me devolvió la pregunta:
—¿Y vos? ¿Cómo eras de niña?
Entonces le pedí permiso para subir un momento a la que seria mi alcoba. Allí, revolví dentro de mi bolso hasta encontrar unas fotos viejas que llevaba conmigo, cuidadosamente guardadas entre mi ropa. Bajé al salón con el corazón un poco acelerado y me senté nuevamente a su lado.
Le mostré las fotos con algo de pudor, pero también con una sonrisa. Él las fue mirando con atención, y mientras lo hacía, decía:
—Qué niña preciosa… Y ahora sos una mujer hermosa.
Sus palabras me sonrojaron por completo. No supe qué decir, así que simplemente le devolví la sonrisa, sintiendo que ese momento quedaría grabado en mí para siempre.
Más tarde, cuando el cielo empezó a vestirse de noche y las luces de la ciudad encendieron su magia, Henry me propuso algo especial.
—¿Te gustaría salir a cenar conmigo esta noche? Quiero celebrar esto… nosotros.
Le respondí con una sonrisa que decía más que mil palabras, y en poco tiempo ambos nos preparamos. Él con una camisa azul que realzaba sus ojos, y yo con un vestido elegante, que parecía hecho para esa ocasión.
Salimos caminando hacia el restaurante, disfrutando del aire fresco de la noche, tomados de la mano, charlando y riéndonos de todo. Las calles tenían un brillo especial, como si supieran que algo hermoso estaba por suceder.
En un momento, mientras esperábamos que el semáforo diera paso, me detuve. Lo miré. Él hablaba de algo, creo que una anécdota de su infancia, pero ya no escuchaba las palabras. Solo lo miraba.
Entonces, sin pensarlo demasiado, me acerqué y lo besé.
Fue un beso inesperado, suave al principio, pero cargado de todo lo que sentía. El se quedó unos segundos en silencio cuando nos separamos. Me miró sorprendido, como si no pudiera creer lo que acababa de pasar, y luego sonrió de esa manera que me derretía el alma.
—¿Y eso? —preguntó, sin dejar de sonreír.
—No podía esperar a llegar al restaurante —le respondí, con una mezcla de nervios y alegría—. Tenía que hacerlo.
Él me apretó la mano con fuerza y besó mi frente.
—Gracias por ese beso… y por estar acá.
Seguimos caminando, ahora con el corazón latiendo más rápido.
El restaurante al que fuimos era pequeño, elegante y acogedor, con luces tenues que caían como susurros sobre las mesas y una música suave que envolvía todo con un aire casi mágico. Nos ubicaron en una mesa cerca de una ventana, desde donde se podía ver la calle iluminada y tranquila, como si el mundo allá afuera también se hubiera calmado por un momento.
El ambiente invitaba a hablar en voz baja, a mirarse a los ojos sin apuro. Pedimos la cena, pero más que hambre, teníamos una necesidad inmensa de disfrutar ese instante, de saborear el presente.