Alma Eterna - Primer libro: Ojos de Rubí

CAPÍTULO II – La huida

1

 

Salió al pasillo. No había nadie. Se había hecho un torniquete en el hombro con una remera que encontró en la valija. Parecía que el corte no había llegado al hueso, pero la sangre no paraba de salir.

 

—¡Hola! —llamó. La voz le salió temblorosa. El pasillo le devolvió el eco de su grito.

 

No hubo respuesta. Golpeó puertas pidiendo ayuda, pero nadie contestaba. Bajó un piso, y volvió a llamar. Nada, era como si el hotel entero estuviera vacío.

Encontró la salida a un patio. Oyó el canto de algunos pájaros, y la fuerte luz del sol le anudó el estómago. Trotó para cubrir el trecho entre los dos edificios y entró en la sala de estar, Elizabeth no estaba, sollozó desesperado. No sabía qué hacer.

De repente oyó a lo lejos una sirena. ¡Policía!, pensó con alivio. Pero su ilusión enseguida se desvaneció. Miró sus manos manchadas de sangre y supo que estaba en serios problemas, acababa de matar a una persona y su novia se encontraba desaparecida. La sangre que manchaba la cama podía ser de ella. “No, por favor, pensó, que no sea de ella.”

Se asustó, la policía lo iba a meter preso, le echarían toda la culpa, nunca encontraría a Elizabeth. No le creerían nada de lo que le dijera. Respiró entre jadeos y entró en pánico.

¿Qué haría? Si salía por la puerta lo iban a ver.

“Tengo que escapar por otro lado”, pensó. Y una angustia frenética lo fue mareando, ya no razonaba.

De nuevo en el patio, bordeó rápido un costado del edificio y observó los paredones que separaban el predio del jardín de entrada.

Del otro lado de esos muros podía escapar. Se acercó al paredón. Era muy alto, pero no tenía otra opción, tenía que trepar. Descubrió pequeñas hendiduras en los ladrillos. Si lograba saltar lo suficientemente alto, podría agarrarse, impulsarse hacia más arriba y huir. Las sirenas se habían detenido: la policía ya estaba en la puerta. Tomó carrera para ganar impulso, y saltó.

 

 

 

2

 

Rosa recibió el llamado anónimo en la comisaría y enseguida pensó en Luis Benítez. No porque era el oficial a cargo, sino por lo que habían denunciado.

Llamó una mujer y alertó sobre una toma de rehenes en un viejo hotel en las afueras de Carlos Paz, había varios muertos.

 

—¿Nombre del hotel?

—Noche y Día —dijo Rosa. Luis guardó el celular: era fácil, no necesitaba anotarlo.

 

Su primera impresión fue que se trataba de un pan crudo primerizo, no podía esperar para meterle el caño en el culo y con su metro noventa de estatura guardarlo en la taquera.

En los años que llevaba en la Policía, Luis creía que había visto de todo: violadores, asesinos, malvivientes y, a veces, todo eso junto. Había garcas, piracusas y pederastas. Se había encontrado con la expresión más baja y más triste del ser humano. Pero no lo había visto todo, su vida estaba a punto de cambiar para siempre.

Llegaron al hotel Noche y Día, y se estacionaron en frente. Luis bajó con el fierro listo y se parapetó detrás del vehículo, los demás agentes lo imitaron. Miró en derredor. Un lindo jardín, arcadas y paredones muy cuidados: un edificio elegante.

No había ningún otro auto estacionado, y en el lugar parecía reinar la calma. Los juancitos esperaban su orden, escuchó el cantar de una pájaro campana, levantó la mano derecha, cuando de repente un hombre voló desde el otro lado de la muralla y aterrizó en una de las patrullas y la reventó.

La reacción de los policías fue rápida, se alejaron lo más que pudieron. Cuando el sujeto destruyó la patrulla, generó una gran explosión. Luis rodó por el pavimento cubriéndose la cabeza: el auto acababa de incendiarse y escupía una lluvia de vidrios.

Estaba aturdido, su cabeza daba vueltas y escuchaba el crepitar del fuego. Se incorporó y echó una ojeada rápida. Hubo otra explosión, un pedazo de metal ardiente atravesó el aire y partió la cabeza de uno de los agentes. Muerto al instante. Los otros dos se alejaban sin quitar la vista de la sangre que salía a borbotones de la cabeza de su compañero. Luís gritó y vio que le prestaban un poco de atención.

 

—Si algo sale de ahí —ordenó Luis—, me lo limpian.

 

 Observó a los agentes. El viejo Alberto, que por una vez había dejado el escritorio, temblaba muerto de miedo. Luis apartó la mirada hacia un tipo nuevo cuyo nombre no recordaba, en se momento, el tipo se dobló en dos y vomitó. El tercer agente, Josecito, miraba todo aterrado, sin moverse.

Luis actuó como si estuviera solo. Apuntó con firmeza y se acercó, guardando prudente distancia, podía sentir el calor de las llamas. Entre el ondulante fuego, observó movimientos. Lo que fuera que había aterrizado en la patrulla seguía con vida, no podía ser verdad.

 

—¡Alto, policía! —dijo Luis.



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En el texto hay: vampiros, licantropos, iglesia

Editado: 21.03.2020

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