*Ann*
Ha pasado ya una semana desde que besé a Thomas, pero no hemos hablado sobre ello. Desde entonces, no he vuelto a tener ningún otro momento de lucidez respecto a mis sueños.
Al final, asistimos al dichoso evento... Menuda hipocresía. ¡Más de tres meses después, se les ocurre montar todo este paripé!
Estar aquí, viendo a mis compañeros y profesores llorar por mí, solo me hace darme cuenta de cuán superficial es la gente. Por el amor de Dios. ¡Pero si hasta el conserje está aquí! Alguien con quien jamás crucé una sola palabra.
Miro a mis amigas. Ellas sí están destrozadas. Observándolas bien, noto que Cristina está más delgada. Todos están reunidos en el anfiteatro, que nunca había visto tan lleno. En el escenario, hay una foto mía gigante, en blanco y negro. En el estrado, el director de la universidad está dando un discurso sobre la "pérdida de una buena estudiante". ¿Yo? ¿''Buena estudiante''? Si lo único que hacía era asistir a clase.
Vuelvo a mirar a mis amigas y, de repente, me doy cuenta de que, al otro lado de Cris, está Cinthya. Ambas se cogen de la mano.
Me alegra verlas juntas de nuevo. No podría imaginar a alguien mejor para mi amiga. A pesar de lo ocurrido hace unos días, no estoy ciega: veo cuán feliz la hace.
Entonces, Cinthya me mira directamente, me guiña un ojo y resopla, dejándome claro que aborrece todo este teatro tanto como yo.
Sigo observando a las personas presentes. Ni siquiera me sorprende comprobar que Robert no está entre los asistentes. Seguro que está revolcándose por ahí con la rubia. Lo que sí me sorprende es que ese pensamiento ya no me importa lo más mínimo.
De golpe, siento la mirada de alguien fija en mí. Me giro sobre los talones, esperando ver a Thomas o Alexia detrás de mí, pero en vez de ellos, me encuentro con Carmen, la profesora de Psicología Social, mirándome con los ojos desorbitados.
—No puede ser —dice entre dientes—. Tú no puedes formar parte de esto. No es así como deberían ir las cosas.
Miro a mi alrededor, con la esperanza de que no se dirija a mí, pero no hay nadie más. Con una ligera inclinación de cabeza me indica que la siga, y eso hago. La sigo por los pasillos de la universidad hasta un aula vacía. Entonces se gira, me mira de frente y, al ver que no se decide a hablar, soy yo quien rompe el silencio.
—¿Me ves? —pregunto, con sorpresa evidente en mi voz.
—Claro que te veo —contesta casi chillando, completamente fuera de sí—. Esto está mal, muy mal. No puedes ser tú. Te habría reconocido. Siempre te reconozco.
No sé si estoy más sorprendida de que me esté hablando o por el hecho de que lo que dice tiene aún menos sentido que todo lo que me ha pasado en las últimas semanas.
—¿Cómo que "siempre me reconoces"? ¿Qué quieres decir con eso?
—Cállate, Carmen. Ya has dicho suficiente —la voz de Alexia suena a mi espalda.
Me pregunto cómo nos ha encontrado y, sobre todo, cómo sabe el nombre de mi profesora.
—Como no... Donde está ella, siempre tenéis que estar vosotros dos. No os basta con haber montado todo este lío... —responde Carmen, con una furia inusual.
No reconozco a esta Carmen. Está roja de ira, con las manos temblando a los costados, cerradas en puños. Es totalmente opuesta a la calma que siempre muestra en clase.
—Cielo, nos vamos de aquí. Ya fue suficiente por hoy —dice Thomas, apareciendo de repente a mi lado—. Te sacaré de aquí.
—No podréis ocultar la verdad para siempre. Ella tendrá que...
No llego a escuchar el resto de lo que dice, porque de pronto estamos en otro lugar. Miro a mi alrededor, desconcertada. No reconozco el sitio.
—¿Dónde estamos? —pregunto, enfadada—. ¿Por qué mi profesora nos puede ver? ¿De qué demonios os conocéis? ¿A qué se refería con que "siempre me reconoce"? —A medida que hago más preguntas, mi voz se va alzando sin control.
—Lo siento. No debería haberte dicho lo del acto. Sabía que ella estaría allí, y aun así me arriesgué. Lo siento muchísimo, cielo —dice Thomas, y puedo ver cómo su mirada se oscurece por la tristeza. Sus ojos, normalmente brillantes y felices, ahora parecen a punto de llorar.
—Vale, vayamos por partes. ¿Cómo hemos llegado aquí si yo nunca he estado en este lugar? —trato de sonar más calmada.
—Sí que has estado aquí. Es más, has vivido aquí.
—¿Ah, sí? —pregunto, poniendo los ojos en blanco—. ¿Y dónde se supone que estamos?
—Estamos en Semide, un pueblo de Portugal.
—¡Já! No, majo. Estás muy equivocado. Esa no cuela. Yo nunca he salido de España.
Thomas gira la cabeza para mirar la calle y continúa hablando, ignorando mi incredulidad.
—En esta calle te vi por primera vez. Tu sonrisa me enamoró al instante.
Lo observo como si estuviera loco. Se acerca lentamente, con los ojos fijos en los míos, llenos de ternura, como si recordara algo.
—Nunca te llegué a decir cuán hermosa estabas aquella soleada tarde. Nadie podría saber que yo ya estaba en el pueblo —ahora está justo frente a mí, su rostro a escasos centímetros del mío. Si me estiro un poco, podría rozar sus labios—. Desde ese día no he hecho más que buscarte una y otra vez, rogando al universo para que volvamos a estar juntos en esta vida.