*Ann*
No hay nada más que oscuridad a mi alrededor.
He pasado del más puro blanco a la más aterradora oscuridad. Siento que caigo en un pozo sin fondo, descendiendo cada vez más y más. Me gustaría llegar al final de una maldita vez para dejar de caer, pero es como si no hubiera un desenlace.
Tal vez han pasado horas, tal vez días. No pueden ser semanas, ¿verdad? Espero que no lo sean. He gritado hasta quedarme sin voz, he sacudido mi cuerpo desesperadamente, buscando algo a lo que aferrarme para frenar esta caída interminable, pero no hay nada. Nunca hay nada. Y una vez más, estoy sola. Pero esta vez es diferente. No es como aquella vez en que me fui de viaje con las chicas y sentí una soledad oscura pero con una presencia cercana, ni como aquella otra vez en casa de mi madre cuando el vacío me hizo desear estar muerta. No. Esta vez estoy realmente sola. El gélido vacío en mi pecho me lo confirma, y no hay manera de convencerme de que esto es un sueño.
Ya no hay sueños. Eso terminó cuando me quité la vida. No hay marcha atrás. Esto es el final. Finalmente, voy a desaparecer, dejando todo atrás.
Quizá este es mi castigo. Tal vez me quedaré aquí por toda la eternidad, en este sitio oscuro y vacío. Tal vez esta es la retribución justa por lo que hice.
Me he dado por vencida. Cerré los ojos y me dejé arrastrar por esta nada, flotando en el vacío como en el agua. Pero algo ha cambiado, algo casi imperceptible. Con miedo, decido abrir los ojos. La minúscula posibilidad de que algo haya cambiado supera mi resignación.
Me toma un momento darme cuenta de que he dejado de caer. Ahora que mis ojos se han adaptado a la oscuridad, apenas hay diferencia entre tenerlos abiertos o cerrados, pero ahora noto algo nuevo. Delante de mí, a unos metros, distingo el contorno de una puerta. Sé que tengo que ir hacia ella, es mi única opción. Es la única forma de reencontrarme con Thomas. Echo de menos incluso a Alexia, aunque me desespere. Ella sabría qué está pasando.
Intento caminar hacia la puerta, pero no puedo moverme. Lo intento todo: salto, me esfuerzo por nadar, como si estuviera en uno de esos dibujos animados. Me siento ridícula. Pero nada funciona. Es frustrante. Quiero llegar a esa puerta, parece ser mi única salida. Finalmente, intento lo que queda: transportarme como un fantasma. Y para mi sorpresa, funciona. De repente estoy justo delante de la puerta.
La observo detenidamente. Es enorme, de al menos tres metros de alto, aunque no es más ancha que una puerta normal. En el marco hay grabadas unas letras, o más bien runas. Al otro lado, escucho un murmullo, como si cientos de voces hablasen al mismo tiempo.
El pomo es blanco y emite un ligero brillo, lo que me permite ver mejor aquello que me rodea. Ahora noto que estoy en una especie de torre altísima, redonda, interminable. Por donde mire, ya sea arriba o abajo, veo puertas, cada una con un pomo que también emite un resplandor similar. Una escalera de caracol pegada a la pared permite el acceso a todas ellas.
Respiro hondo. Giro el pomo, deseando con todas mis fuerzas que algo cambie.
Cuando empujo la puerta, todo a mi alrededor brilla intensamente. Parpadeo varias veces hasta que mis ojos se acostumbran. Estoy en un salón rústico, que parece pertenecer a una casa de madera. Me recuerda vagamente a la cabaña de campo de Javier, donde solíamos ir en los días libres.
Las paredes están vacías, salvo por un retrato de dos personas que parece ser muy preciado por el cuidado que muestra. No me detengo a examinarlo con detalle. Me muevo por la habitación, observando lo que me rodea. Solo hay una ventana, por la que entra la luz del atardecer. Frente a una chimenea hay dos sillones de madera que parecen incómodos. Entre ellos, una mesita alta sostiene dos tazas de té que desentonan con el ambiente rústico. Se ven elegantes, demasiado refinadas para este lugar. Lo extraño es que siento que en algún momento fueron mías.
En las paredes hay pequeños portavelas colgados, pero no hay interruptores ni ningún signo de tecnología. Me dispongo a explorar la siguiente habitación, pero me detengo en seco cuando escucho a alguien discutiendo.
Una mujer entra hecha una furia, seguida por un hombre. Me asusto y busco desesperadamente un lugar donde esconderme, mientras trato de inventar una excusa creíble para explicar este allanamiento. Pero luego lo recuerdo: soy un fantasma. Nadie puede verme.
La pareja está enfadada, gesticulan con rabia, especialmente ella. Sus movimientos me resultan familiares.
—Son mis amigos tanto como tuyos, pero no hay nada que podamos hacer. Solo nos queda esperar a la siguiente generación y rezar para que lo hagamos mejor, sin que los Ancianos intercedan. —La voz de la mujer me sacude. La reconozco al instante. Es Alexia.
Todo en esta escena me resulta familiar, aunque no sé por qué. Me acerco a ellos. La mujer es, sin duda, Alexia. Pero es una versión más mayor, con arrugas y manos callosas. Bajo la cofia que lleva, asoman algunas canas. Lleva el mismo vestido que usaba cuando la conocí.
—No podemos abandonarlos. Tenemos que encontrar la forma de sacarlos de Salem. —Esa voz... Mi piel se eriza. Es Javier, mi padrastro.
—Podemos huir todos juntos. Recuerda lo que dijo Tituba: Annabel no puede morir y...
Alexia lo interrumpe, pero la palabra "Salem" hace clic en mi mente. Todo encaja. Recuerdo. Javier no era mi padrastro en ese entonces; era mi hermano.
—Tituba no está aquí. Solo nos dijo que protegiéramos a Ann y desapareció. Nadie sabe nada de ella. No podemos hacer preguntas, no debemos levantar sospechas y atraer la atención del alcalde.
No es de extrañar que no la encuentren. Tituba fue la primera en ser arrestada cuando todo esto empezó. Si no me equivoco, está en la celda contigua a la mía. Thomas está enfrente, y Abigail en la otra.
Javier traga en seco. Lo observo detenidamente. Nada ha cambiado en él, salvo la ropa antigua y remendada. Agarra a Alexia por los brazos y la sacude con frustración. Por un momento temo que le haga daño, pero lo suelta.