*Javier*
Recuerdo mi origen. Somos una especie de seres incorpóreos, todos nosotros, doce en total. Los Ancianos nos llamaron el "Círculo Primario", ya que fuimos los primeros en generar lazos reales, similares a los de los humanos, algo así como una amistad en su estado más puro.
No recuerdo el momento exacto de mi nacimiento; creo que simplemente siempre he existido. Lo que sí recuerdo es que, cuando los humanos aparecieron en Therya, adoptamos sus formas.
Anteriormente, ya habíamos optado por tomar cuerpos físicos en diversas ocasiones, pues nos resultaba más cómodo. Pero las formas de vida que habíamos adoptado antes siempre tenían algún defecto, por así decirlo. Por ejemplo, emitir sonidos al azar como forma de comunicación, lo que hacía imposible entendernos; o tener cuerpos que no permitían una buena coordinación motriz.
Con la aparición de los humanos, por primera vez nos encontramos con una especie cuya compleja y, al mismo tiempo, sencilla forma de comunicación se ajustaba a nuestras necesidades. Era fácil amarlos por la forma en la que percibían el mundo.
Fue entonces cuando surgieron las almas infinitas: dos almas destinadas a una unión eterna, encontrándose en cada vida, destinadas a ascender juntas a la Ciudad Blanca, donde nunca más se separarían. Pero tal privilegio solo estaba permitido a aquellos seres que no conocían nada más allá de la vida carnal. Para nosotros, esos lazos eran tabú, incluso un pecado. Un acto de rebeldía, según los Ancianos, quienes veían a los humanos como una especie inferior, incapaz de comprender la verdadera magnitud del universo.
Recuerdo que algunos de mis hermanos pasaban el tiempo observando cómo esa especie evolucionaba. Tenían la capacidad de crear las más grandes maravillas y, a la vez, cometer los actos más crueles.
Pero había un pequeño detalle que no consideramos, algo que nunca nos habíamos planteado antes porque nunca habíamos usado un mismo cuerpo durante tanto tiempo: cuanto más tiempo pasábamos en esos cuerpos, más nos parecíamos a ellos. Para cuando nos dimos cuenta, muchos de nosotros ya habíamos adquirido la capacidad de amar.
Los primeros en sucumbir a ello fueron Thomas y Annabel, aunque ambos eran tan devotos a las creencias de los Ancianos que lucharon contra esos sentimientos. Aun así, quienes estábamos cerca nos dimos cuenta de los cambios. Buscaban cualquier excusa para estar juntos, aprovechaban la más mínima ocasión para rozarse en caricias furtivas. Sin embargo, lo que realmente los delató fue la manera en la que se miraban: como si el resto del universo dejara de existir. Al principio, no los comprendí. Incluso, en algún momento, los temí. No fue hasta que Alexia y yo comenzamos a sentir lo mismo que entendí lo que les sucedía. Nosotros no fuimos tan fuertes como ellos, pero lo ocultamos lo mejor que pudimos.
Fueron los mejores siglos de mi existencia, y al mismo tiempo, los más duros. Me lo tomé como un castigo por mi hipocresía al haberme creído superior a cualquier ser vivo en el universo.
Cuando Thomas y Ann finalmente cedieron a sus sentimientos, me sentí tan identificado que hice todo lo posible por ayudarlos a que no los descubrieran. Pero siglos de lucha contra sus emociones no podían ocultarse fácilmente. Y al final, Ann quedó embarazada. El Círculo entero se implicó al máximo para ayudarlos a huir a un planeta llamado Tierra, donde hacía poco habíamos descubierto los primeros indicios de evolución humana, la misma especie en otra galaxia. Allí podrían tener una vida como humanos normales y criar al ser que venía en camino, lejos de los prejuicios de los Ancianos.
Pero, tras tanta lucha, el día que habíamos marcado para el descenso, fueron descubiertos.
Después del juicio, todos fuimos condenados a una eternidad en la Tierra como humanos, con todo lo que eso implicaba. Nuestra verdadera condena consistió en renacer una y otra vez, aunque con una esperanza de vida más larga que la de los humanos con los que convivíamos entonces.
Nuestra primera vida no fue tan mala como cabría esperar, aunque había cosas que podíamos mejorar. En un acto de bondad, Gabriel les enseñó a los humanos a crear fuego, pues los inviernos eran duros y la mayoría moría de hipotermia. Irónicamente, Gabriel murió en una fogata que se salió de control, siendo el primero en abandonar el plano vivo.
Ruth les mostró cómo hacer armas de piedra para que la caza fuera más eficaz y menos peligrosa. Poco después, también murió mientras ayudaba en una cacería.
Y así fuimos cayendo, uno tras otro.
El verdadero problema vino con las primeras llamadas. Cada uno de nosotros nació en lugares diferentes; la mayoría no llegó a encontrarse con los demás. Algunos nacieron en tribus enemigas. Fue entonces cuando comprendimos que nuestro castigo real era no poder estar juntos, especialmente aquellos de nosotros que resultamos ser almas infinitas. Aunque, irónicamente, siempre encontrábamos el camino hacia nuestra otra mitad. Nuestros encuentros eran cosa del destino, no de los Ancianos. Aun así, en muchas ocasiones, la diferencia de edad entre nosotros era abismal, o simplemente no coincidíamos en el mismo plano.
Siglos más tarde, Hernán, en su infinita bondad, al ver el lento progreso de la especie, creó una carreta tirada por animales para facilitar el transporte de mercancías. Pero también murió, arrollado por sus propios caballos. Fue entonces cuando descubrimos que esas muertes no eran accidentes, sino castigos impuestos por los Ancianos. Cinthya ya trabajaba con ellos entonces, y fue testigo de cómo impartían esos castigos.