Alma infinita El despertar

Ecos del pasado

*Cinthya*

Nunca pensé que aceptaría, ni tampoco imaginé cuánto daría para mantener a salvo a mi familia.

La sala circular de mármol blanco era un lugar que siempre había detestado. Su perfección fría y aséptica no era más que una fachada para el verdadero poder que se acumulaba aquí, entre estos muros que parecían exhalar la voluntad de los Ancianos. Las paredes, lisas y sin imperfecciones, reflejaban la tenue luz que caía desde una abertura en el techo, un halo de claridad que jamás tocaba el suelo. No había ventanas, ni puertas visibles, pero el eco de cada palabra resonaba como si el espacio mismo quisiera recordar todas las conversación.

El aire estaba cargado de energía, una fuerza que era casi tangible. La brisa que nunca debería existir aquí, en un lugar cerrado, me rozaba el rostro, impregnada de un leve aroma metálico que siempre me recordaba a la sangre seca.

Los símbolos grabados en el suelo, antiguos y misteriosos, parecían retorcerse bajo la luz, como entidades vivas que esperaban su momento para actuar. Cada vez que los miraba, sentía que mis propios secretos estaban siendo arrancados de mí y vertidos en esos grabados para que los Ancianos los analizaran, los diseccionan.

«Es un privilegio que te ofrezcamos esta oportunidad, Cinthya,» dijo uno de ellos, rompiendo el silencio asfixiante. Su voz aspera aunque inconfundiblemente poderosa, resuena desde el centro mismo de mi alma. «Tu lealtad al Círculo te honra; sin embargo esos lazos son tan frágiles como hilos, y solo con tensarlos cederían, insignificantes, ante nuestra voluntad.»

Yo no dije nada. Me limité a apretar los puños, disimulando todo lo posible, sin apartar la mirada de ellos. Cada uno me observaba desde detrás de sus capuchas y sus máscaras talladas con símbolos antiguos. Gracias a esos ojos sin expresión, su mensaje sonaba más a una amenaza que a una obligación. Ellos sabían lo que mi madre significaba para mí, la verdad que he llevado como una cadena invisible desde que aprendí a hablar. Sabían de mi amor por el Círculo, por el vínculo que he guardado en secreto y que late como una herida en el centro de mi pecho cada vez que los veo, cada vez que pienso en cómo me ven ellos: como parte de ellos y, a la vez, tan fuera de su alcance.

«No hay nada que los Ancianos no puedan ver, Cinthya», continuó el más cercano, deslizándose entre mis pensamientos como el veneno que penetra lento en una herida. «Sabemos lo que escondes, lo que temes perder. Tú eres consciente de lo que te pedimos. La única cuestión es si estás dispuesta a sacrificar tu libertad para garantizar la seguridad de aquellos a quienes amas».

La desesperación brotaba en mi pecho, sofocante. Exhausta, cerré los ojos un instante y los vi: sus rostros, sus risas, las promesas y la lealtad. Podría negarme, pero sabía que eso sería exponernos al poder de los Ancianos si la decisión era darles la espalda. Nadie nos podría proteger, ni a nosotras ni a los que amamos.

—¿Y qué ganarían ustedes con esto? —La pregunta sonó con una dureza que pretendía contener el miedo que temblaba en mis manos. No iba a darles el poder de verme dudar.

Hubo un silencio calculado, frío. La respuesta llegó con una simplicidad desoladora:

—Orden. Control. Y, por supuesto, la prueba de tu lealtad.

No pude evitar una sonrisa amarga. "Lealtad". La palabra me escocía como una herida fresca, porque sabía que lo que me pedían no lo era en absoluto. Sentados en sus tronos, observan satisfechos el espectáculo de los que estamos atrapados en su juego de sumisión, al que llaman lealtad. Mientras, esperan que traicionemos a los que amamos. Es lo que pagamos aquellos que sabemos la verdad de sus mentiras.

—Muy bien —dije y esas palabras marcarían el inicio de una vida de secretos. Los Ancianos se irguieron más aún, si eso era posible, y un destello de aprobación apareció en ellos.

Pero dentro de mí, algo se rompía con cada palabra. Acepté aquello sosteniendo mis emociones. Me obligué a sumergir mi alma en propósitos falsos, aparentando devoción y lealtad mientras las palabras me rompían por dentro.

A partir de ese momento, cada día se convirtió en una batalla silenciosa. Ser espía significaba caminar entre dos vidas: la hija de mis padres y la seguidora de los Ancianos, una sombra entre el Círculo y aquellos que, en silencio, intentan romperlo. Con cada informe que entregaba y las mentiras que lanzaba, sentía cómo me alejaba más y más de todos ellos hundiéndome más en la red que tejían. Ellos creían que los estaba protegiendo, pero en el fondo, cada palabra que dejaba caer era una espada de doble filo, una herramienta para sobrevivir, y al mismo tiempo, una herida que me recordaba cuán lejos había llegado para mantener a salvo a los míos.

En las noches en las que no podía más, en las que la culpa me ahogaba hasta convertirme en la sombra de quien solía ser, repetía en mi mente un solo pensamiento, una única justificación: Lo hago por ellos. “Lo hago por ti, mamá. Por ti, papá. Por todo el Círculo.”

Y aunque esa promesa no sanaba las heridas ni quitaba el peso de la traición de mi corazón, sí era suficiente para hacerme seguir adelante.




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