*Thomas*
El Cónclave se había disuelto.
Los nuevos Knàh habían sido presentados y no eran como los anteriores. No nacieron de la misma luz ni de la esencia que había dado forma a los primeros. Estos venían de Therya, un planeta que había generado vida y donde los seres que lo habitaban, ascendían cuando habían culminado su aprendizaje. Eran entidades que cargaban consigo el peso de un conocimiento puro y absoluto, pero con un aire de humildad que desmentía la frialdad que siempre habíamos asociado al poder.
Entre ellos estaba Ann.
La vi por primera vez cuando entró al salón principal, y en ese instante, algo en mi interior se removió. La propia esencia de mi ser había estado fragmentada durante toda mi existencia, y a ella se unió con un propósito renovado. Sentí un vínculo que no podía explicar, como si el universo, de alguna manera incomprensible, hubiera decidido que entre todos los seres presentes, ella era la única que podía darme algo que me faltaba.
No entendía lo que significaba entonces.
Creí que era fascinación, quizás admiración, pues fue la primera en llegar a la Ciudad Blanca de forma diferente a todos nosotros, aunque después le procedieron muchos otros. Pero a medida que otros compañeros experimentaban lo mismo con diferentes miembros de los nuevos Knàh, empezamos a descubrir que no era un simple capricho del destino. Esta conexión mística, esta fuerza inexplicable, no era algo aislado. Era un llamado, un enlace que nos completaba de formas que nunca habíamos considerado posibles, a lo que le dimos el nombre de “Alma Infinita”.
Habíamos vivido creyendo que los Knàh eran perfectos, absolutos. Nos enseñaron que no necesitábamos nada más allá del conocimiento y la pureza para alcanzar nuestra verdadera forma. Pero lo que aprendimos al vernos reflejados en esos nuevos seres, fue dolorosamente claro: estábamos incompletos.
Por siglos, habíamos sido avaros de conocimientos, ansiosos por acumular verdades y secretos. Pero en nuestra búsqueda, habíamos ignorado las emociones, la empatía, las conexiones que nos completaban. Los nuevos Knàh no traían solo conocimiento; también humanidad. Traían algo que nos habíamos esforzado por ignorar: el amor en todas sus formas.
Y Ann…
Ella encarnaba todo lo que nunca supe que necesitaba. No porque fuera perfecta, sino porque no lo era. En ella había un eco de fragilidad, un vestigio de lo humano que los Ancianos siempre nos habían enseñado a despreciar, pero que ahora entendía como la única forma de alcanzar algo más allá que la mera existencia.
El día que nos encontramos cara a cara, no intercambiamos palabras. No fue necesario. Sentí que ella sabía, que podía ver a través de mí de una manera que ningún otro había hecho antes. Fue una conexión desnuda, sin barreras ni pretensiones. Y en ese momento, entendí que, aunque todos buscáramos algo en estos nuevos Knàh, mi búsqueda había terminado.
La pregunta que quedaba no era si yo podía completarla, sino si ella me permitiría intentarlo. Porque en el fondo sabía que nuestra conexión no era un lazo igualitario. No era Ann quien necesitaba algo de mí; era yo quien estaba incompleto, y ella, de algún modo, sostenía la clave para mi redención.
Ese fue el principio. No de un final, sino de un despertar que cambiaría no solo lo que éramos, sino lo que podíamos llegar a ser.