Almas Atrapadas En El Pavimento.

Capítulo 1. Una cruz en la Curva de la Muerte.

Dos trozos de Acero sin pulir, soldados de forma tosca y anclada en un pequeño armazón de cemento. La estructura justa para resistir a la intemperie durante un par de décadas sin degradarse y servir de soporte. De vez en cuando, para una pequeña corona de flores. Los pétalos no se habían secado todavía, pero el polvo de la carretera se había impregnado en ellos hasta otorgarle a la cruz y el ramo un cariz herrumbroso. El metal había adquirido un tono anaranjado y era difícil adivinar si la cruz llevaba allí varios meses o varios años. Sin embargo, hacia tan solo unos meses que alguien había muerto en aquel lugar.

La cruz no se encontraba en una curva peligrosa, ni en un cambio de rasante, ni siquiera en una calzada resbaladiza. El oxidado y basto crucifijo de metal estaba en un tramo, de carretera recto, con un arcén amplio, sin incorporaciones, cruces al semáforos, incluso habían instalados un quitamiedos de seguridad para motoristas, de esos que evitan que el piloto golpee contra las barras de metal al resbalar, pero pese a todo. Manuel había muerto en ese punto. El crucifijo se encontraba en el lugar exacto donde fue encontrado su cuerpo o más bien, en el lugar que le dijo la policía a su madre. En realidad el cuerpo había sido encontrado por secciones, esparcidos por un área de unos cien metros, pero los agentes tuvieron el tacto de no dar esos detalles a los familiares. Así que la cruz se ubicó en el lugar donde se encontró la mayor parte del cuerpo desgarrado Manuel a unos metros de arcén a los pies de unos pinos y oculto por la hojarasca.

El lugar no era muy visible para el tráfico que circulaba a unos metros y completamente indiferente al dolor de una madre. Aunque los árboles y los arbustos nos deban una cierta intimidad. Habría pretendido un lugar más despejado. Ni adoquines, ni señales de tránsito, ni rotondas. Si se quiere reducir la velocidad del tráfico lo mejor es colgar una corona de flores en un lugar bien visible. Las cruces funcionan como un doble recordatorio, de lo que ya ha pasado y de lo que podía pasar. Aquella pobre mujer debía de tener las rodillas manchadas, de barro y los pies dormidos, después del tiempo que llevaba arrodillada, pero no le importaba, ni lo uno ni lo otro. Lo primero podría lavarlo al llegar casa, lo segundo se solucionaría al ponerse de pie. Pero por su hijo no podía hacer nada. Solo llorar. La carretera se lo había llevado desde hace años. No se había quitado el duelo desde que enviudo y después de lo de su hijo estaba claro que iba a seguir vistiéndose de negro muchos años más. 

El señor se llevó a sus hijo decida el cura, amigo y también chofer que la acompañaba siempre a esa madre, le decía repetidamente poniéndole una mano en su hombro. Para sacarla de su enseñamiento. Era tarde y empezaba a refrescar iba siendo hora ya de llevarla a casa. Ella se levantó con dificultad, y con la mirada de una madre que soporta con estoicismo la pérdida de un hijo, me contestó.

Las siete y media deben ser, era un poco dura de oído. Sin decir nada más, pasó a mi lado y se encamino al vehículo, una vez más había dejado a los pies de la cruz el casco con el que  había muerto su hijo. Llevaba varias semanas ejerciendo de cura- chofer para aquella anciana y ella había repetido el mismo ritual, todas las tardes. Ya conducía hasta aquel lugar con josefina a mi lado abrazaba el casco magullado de su hijo, al llegar ella lo depositaba al pie de la cruz, y después rezaba junto a él hasta que nos íbamos. Siempre igual. Pero hasta aquella tarde no había reparado en un detalle josefina dejaba el casco allí un lugar alejado de cualquier autobús – razón por la que yo me prestaba a acompañarla, pero al día siguiente cuando pasaba a recogerla por su casa. El casco volvía a estar en su regazo.            




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.