El bar ya estaba quedándose vacío cuando retomamos la conversación. La música bajó de volumen y las risas se dispersaron entre vasos sucios y mesas pegajosas. Yo jugueteaba con el borde del vaso, evitando su mirada directa.
—Tienes que venir conmigo —dijo Lutgard de pronto, su voz grave y firme, sin rodeos.
—¿Perdón? —arqueé una ceja—. ¿Ir contigo? ¿Así, de buenas a primeras? Ni siquiera sé si roncas o si matas gente en tus ratos libres.
—Necesitas aprender a controlar lo que llevas en la sangre —insistió, sus ojos brillando con esa intensidad que me ponía la piel de gallina—. Conmigo aprenderás. Sola, solo serás un peligro para ti misma y para los demás.
Bufé, dándole un sorbo más a mi vaso vacío. —Ajá… claro. Y yo debo confiar ciegamente en un extraño con aires de “soy el amo del universo”. No, gracias.
Su mandíbula se tensó. —No soy un extraño. El vínculo nos une.
—Sí, claro, vínculo mágico, destino, sangre, bla bla bla —dije, agitando la mano como si espantara moscas—. Pero hasta donde sé, no me voy a ninguna parte contigo.
El silencio se cargó de tensión. Su mirada pesaba sobre mí como plomo, pero no bajé los ojos.
Finalmente me levanté, agarré mi chaqueta y caminé hacia la puerta. —Lo que sea que quieras, tendrás que esperar. No voy a seguir a un vampiro que apenas conozco.
Él no respondió. Solo se quedó en su asiento, observándome con esa calma predadora.
La calle Portobello Road estaba fría y húmeda, iluminada apenas por un par de farolas parpadeantes. Pintoresca y hermosa de día, un poco solitaria de noche. Caminé rápido, con la mente hecha un torbellino
¿Irme con él? ¿Qué se cree? ¿Que soy una adolescente ingenua en busca de aventuras?
Un crujido a mi izquierda me detuvo en seco. La sombra se deslizó entre los muros como humo espeso, más oscura que la noche misma. No tenía rostro, solo un vacío que se estiraba hacia mí con garras de humo.
El corazón me golpeó el pecho. Mis piernas querían correr, pero estaba paralizada.
La sombra se abalanzó. Sentí un frío helado recorrerme, como si quisiera arrancarme el aliento. Y entonces… él apareció.
Lutgard.
No como antes, elegante y controlado, sino con un aspecto que me erizó hasta el último cabello. Sus ojos brillaban rojos, la sombra de sus colmillos se asomaba, y su presencia llenó la calle como una ola oscura y sofocante.
La criatura se detuvo en seco, como si lo reconociera. Y luego… retrocedió. Se disolvió en el aire, dejando solo un eco metálico en mis oídos.
Me giré hacia él, jadeando. —¿Qué demonios fue eso?
Lutgard no respondió al instante. Me miraba, aún con ese aspecto salvaje, casi monstruoso. Por un momento temí que no hubiera diferencia entre él y la sombra.
Finalmente habló, su voz grave como un trueno lejano. —Una advertencia. No era para matarte. Era para recordarte que no estás sola en esto.
Tragué saliva, intentando controlar el temblor de mis manos. —Perfecto, genial. Tengo un acosador de humo y un vampiro posesivo siguiéndome. Mi vida mejora por segundos.
Él dio un paso hacia mí. Yo retrocedí, levantando una mano. —Espera. Déjame pensarlo. Necesito hablar con mis hermanos antes de decidir cualquier cosa.
—No tienes mucho tiempo —replicó, su tono más duro que antes.
—Entonces dame al menos una oportunidad para no enloquecer —dije, respirando hondo—. ¿Trato?
Me observó en silencio. Por un instante pensé que se negaría. Pero al final asintió apenas.
—Muy bien —murmuró.
—Perfecto, entonces… intercambiemos números —sugerí, sacando mi teléfono.
Su expresión se endureció, casi divertida. —No lo necesito.
—¿Qué? ¿Vas a aparecer en mi ventana como Edward versión stalker? —lo fulminé con la mirada.
Él inclinó la cabeza, con una sonrisa peligrosa. —Puedo encontrarte donde sea. No necesito un aparato humano para hacerlo.
Lo miré, incrédula. —Claro. Porque nada grita “confianza” como un vampiro que puede localizarte sin tu permiso.
Rodó los ojos, como si mis quejas fueran irrelevantes. —Descansa, Merath. Te buscaré pronto.
Y con eso, desapareció en la oscuridad, dejándome sola en medio de la calle con más preguntas que respuestas.
Genial. Y yo que pensaba que lo peor de esta semana había sido el pan tostado quemado.
La casa estaba en silencio cuando llegué. La cena aún humeaba en la mesa, pero no tenía apetito. El olor de la comida me revolvió el estómago, me acerqué; lo agarré y lo metí en la nevera, otro podrá degustar sus deliciosos sabores, pero yo hoy no; subí las escaleras con pasos pesados.
En mi cuarto, me dejé caer de espalda en la cama. El techo parecía moverse sobre mí, como si me presionara con todas las preguntas que venía acumulando: el xirqit, Lutgard y el vínculo con el, la sombra que intentó arrancarme el alma. Todo desde que Odvier apareció en nuestra vida se había convertido en un torbellino.