Almas de Media Noche

Capítulo 11

LUTGARD

El sueño regresó como una herida que nunca cerró.

Ella estaba allí. Merath.

Rodeada de sombras que se retorcían como serpientes, manchada de sangre que no era toda suya. Yo la miraba desde la distancia, incapaz de alcanzarla, como si una barrera invisible me condenara a observar y no actuar.

Y entonces, la voz.

Dulce y peligrosa, como un veneno envuelto en miel. Un susurro que me llamaba por mi nombre, que repetía el de ella con un deleite cruel: Merath.

Ese sueño me atormentó hace dieciséis años. Y ahora, verla frente a mí, real, de carne y hueso… solo lo convirtió en una profecía cumplida.

No me gustan las sorpresas. No me gustan las debilidades. Y ella… ella es ambas cosas.

Desde el primer momento en que la vi, supe que no era como los demás. Esa mezcla de orgullo y rebeldía, ese descaro con el que me desafía sin pestañear. Hay algo en ella que me irrita, que me incomoda, y al mismo tiempo… que me atrae.

No debería atraerme. No quiero que me atraiga.

Pero cada vez que está cerca, siento el vínculo palpitar como una cadena invisible que me ata. Una conexión que me roba el control. Y yo detesto no tener el control.

Lo peor es el deseo.

El olor de su sangre flota en el aire como un perfume prohibido. Me incita, me provoca. Nunca he necesitado contenerme de esta manera. Jamás tuve que cerrar la mandíbula para evitar hundir mis colmillos en alguien.

Y, sin embargo, con ella… cada respiración es una tortura.

Me descubro deseando probarla. No solo su sangre. También su piel, su calor, cada rincón de lo que es.

Y eso me enfurece.

Porque mi cuerpo reacciona a ella como si llevara siglos esperándola. Y yo no la pedí. No la busqué. No la quiero en ese sentido.

No quiero.

Y aún así… hay algo más. Algo que me inquieta más que el deseo o la atracción.

Ella lleva parte de mi sangre en su cuerpo. Lo siento en el vínculo, en la forma en que su esencia responde a la mía. Pero yo jamás se la di. No lo recuerdo. No hubo pacto, ni entrega, ni unión de sangre que yo haya permitido.

Entonces, ¿cómo es posible? ¿Quién lo hizo? ¿Qué parte de mí habita en ella?

Esa pregunta me persigue, incluso más que sus ojos.

Observo cómo recorre mi casa con pasos firmes, aunque sé que está nerviosa. El sarcasmo es su escudo. Lanza comentarios mordaces sobre las cortinas, los retratos, incluso sobre los murciélagos que sobrevuelan el techo. Cree que me irrita. No entiende que, en lugar de enfadarme, cada palabra suya me arrastra más hacia ese caos que representa.

No soy un hombre paciente. Nunca lo he sido. La vida eterna no da paciencia, da frialdad. Y, sin embargo, con ella, siento que podría observarla durante horas, estudiando cada gesto, cada mirada.

Es intrigante. Me desconcierta. Me exaspera.

Y, contra mi voluntad, me agrada.

Me gusta tenerla aquí.

Es absurdo pensarlo, pero su presencia llena este lugar de una manera distinta. Los muros parecen menos pesados, el silencio menos sofocante. Hasta la penumbra se siente distinta cuando ella camina entre las sombras.

Su risa insolente rompe la monotonía, su energía desordena mi calma. No sé si quiero arrancarle esa sonrisa… o protegerla de todo lo que se atreva a borrarla.

Posesivo. Esa es la palabra.

Nunca me importó lo que nadie hiciera con su vida. Nunca. Y ahora… la simple idea de que alguien la toque, de que alguien más se atreva a probar lo que yo no he probado, me quema por dentro.

Y al mismo tiempo… hay una parte de mí que la teme.

Porque cada vez que se me acerca, cada vez que me reta con esa mirada orgullosa, siento que no soy yo el que la domina. Es ella la que tiene en sus manos un poder que ni siquiera entiende.

Un poder sobre mí.

Y eso, más que el deseo, más que la atracción, es lo que me hace enojar.

Ella no debería tener ese poder.

Y sin embargo… lo tiene.

Ahora está en mi cocina, mirándome como si exigiera una respuesta simple a una pregunta que jamás podrá tener respuesta sencilla.

—¿Qué comes realmente, Lutgard?

La escucho, y por primera vez en siglos siento algo parecido a la duda. No sobre mí, sino sobre lo que haré con ella.

La verdad sería devastadora. Y la mentira, inútil.

Así que me limito a sonreír, dejando que mis colmillos asomen apenas, lo suficiente para que comprenda la mitad de lo que aún no le he dicho.

Porque la otra mitad… tendrá que descubrirla sola.




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