La pregunta salió de mi boca antes de que pudiera detenerla.
—¿Qué comes realmente, Lutgard?
En cuanto lo dije, me sentí idiota. ¡Muy bien, Merath! ¡Pregúntale al vampiro qué desayuna! ¿Qué sigue? ¿Si le gustan los jugos verdes para desintoxicarse?
Él no respondió de inmediato. Se limitó a observarme con esos ojos oscuros que parecían leer hasta mis pensamientos más ridículos. Una sonrisa lenta se dibujó en su rostro, peligrosa, afilada.
—¿Quieres que lo diga en voz alta? —preguntó, su tono bajo, arrastrado.
Me mordí el labio. —Olvídalo. Fue una pregunta estúpida.
—No fue estúpida. Fue curiosa. Y la curiosidad… suele costar caro.
Rodé los ojos. —Siempre con el tono dramático. ¿Sabes? No todo tiene que sonar como amenaza.
—No es amenaza —dijo, inclinándose apenas hacia mí—. Es advertencia.
El silencio cayó sobre nosotros como un telón pesado. Crudo. Incómodo… y, de alguna manera, agradable. Como si ambos supiéramos que había demasiado que no estábamos diciendo, pero ninguno se atrevía a romperlo.
Al final, fui yo la que habló, porque mi estómago gruñó antes que mi boca.
—Tengo hambre —admití, cruzándome de brazos como si confesara un crimen.
Lutgard arqueó una ceja, divertido. —¿Y esperas que mi cocina vacía obre un milagro?
—No, pero esperaba al menos encontrar una galleta olvidada en algún estante. Algo que no fuera… té.
Él soltó una risa baja, grave. —Tendré que remediar eso.
Me guió por las escaleras a otro pasillo, uno menos solemne, más estrecho. Al final, abrió una puerta y me dejó ver lo que parecía ser mi habitación.
Me detuve en el umbral, sorprendida.
Era amplia, con una cama enorme cubierta por un dosel oscuro, sábanas impecables, un ventanal con vista al bosque. La decoración seguía la línea gótica de toda la mansión, pero había un detalle distinto: velas encendidas que suavizaban la penumbra, un escritorio pulcro y hasta un sillón mullido en la esquina.
Casi parecía… acogedora.
—Aquí dormirás —dijo él, con ese tono seco que parecía final de conversación.
—¿Siempre preparas habitaciones para extrañas o soy una excepción? —pregunté, arqueando una ceja.
—Eres… la excepción.
No sé por qué, pero esa respuesta me revolvió algo en el pecho.
—Bien, me siento halagada —murmuré, intentando sonar sarcástica, aunque mi voz salió más suave de lo que quería.
Él me sostuvo la mirada unos segundos más de lo necesario. Y entonces, simplemente añadió:
—Buscaré algo para que comas. No es tarde todavía.
Asentí, tragando saliva, sin saber qué decir.
Se giró hacia la puerta y salió con el mismo andar seguro con el que había entrado en mi vida.
Y por primera vez en mucho tiempo, me descubrí sola en un lugar extraño… sintiendo que la soledad no era lo que más me preocupaba.
Me dejé caer en la cama. El colchón era firme pero sorprendentemente cómodo, y las sábanas olían a limpio, con un ligero aroma a madera y cera. Suspiré, dejando que el silencio del cuarto me envolviera.
Estaba en la casa de un extraño. Un vampiro extraño. Y aunque había decidido ser valiente, no podía evitar que mi mente corriera en círculos. ¿Qué demonios hacía aquí? ¿Qué se suponía que tenía que aprender de alguien que parecía disfrutar tanto sacarme de quicio?
Un vistazo rápido alrededor me dio un pequeño sobresalto. Mi equipaje estaba allí, prolijamente apoyado en una esquina.
Fruncí el ceño. Lo dejé olvidado en mi cuarto…
Luego rodé los ojos, recordando de quién se trataba. Claro, habilidades vampíricas de teletransportación. Genial. Ni cinco minutos aquí y ya está hurgando entre mis cosas.
Sacudí la cabeza, intentando no darle más vueltas. Había demasiado por procesar: el vínculo, su sangre en mí, su carácter dominante, mi familia lejos. Todo se mezclaba en una maraña que no tenía sentido.
Me forcé a respirar hondo. Un paso a la vez. Solo un paso a la vez.
Esta noche hablaríamos. Lo sabía. Y de alguna manera, me sentía lista.
Pasó media hora. Media hora de darle vueltas a las mismas preguntas, hasta que un golpe suave en la puerta me sacó de mis pensamientos.
—La comida está lista —avisó su voz, grave, imperturbable.
Mi estómago gruñó en respuesta antes que yo. Me levanté, más animada de lo que esperaba, y abrí la puerta.
La cocina no parecía la misma que antes. La mesa estaba servida y, para mi sorpresa, cubierta con comida. Pizza. Hamburguesas. Pollo frito. Y a un costado, varias bolsas de supermercado con provisiones variadas: pastas, arroz, cereales, enlatados.
Me detuve en seco, parpadeando.
—¿Esto… lo trajiste tú?
—No sabía qué comías —respondió con calma, como si fuera lo más lógico—. Así que traje… todo.
No pude evitar que una carcajada escapara de mis labios. —Increíble. Lutgard, el vampiro más intimidante del mundo, comprando pollo frito y cereales. Deberías hacer un comercial.
Él me sostuvo la mirada, impasible. —No lo repitas.
—Oh, claro, tu reputación peligra si la gente descubre que sabes pedir pizza. —Me senté frente a la mesa, tomando una porción con avidez—. Tranquilo, tu secreto está a salvo conmigo.
—Más te vale.
Su tono era serio, pero juraría que vi un destello en sus ojos, algo parecido a… ¿humor?
Comí casi en silencio al principio, demasiado hambrienta para pensar en otra cosa. Pero luego empecé a hablar, como siempre, llenando el vacío. Comenté sobre el viaje, sobre cómo odiaba la teletransportación, sobre lo ridícula que era la decoración gótica.
Él solo escuchaba, interviniendo con respuestas cortas, concisas.
—Ajá.
—Tal vez.
—No.
—¿De verdad hablas así de poco? —pregunté al final, con la boca llena de pizza.
—Depende de la compañía.
Me atraganté un poco y lo miré con incredulidad. —¿Eso fue un cumplido?
—No lo malinterpretes.
—Ajá, claro. —Rodé los ojos y seguí comiendo.