La biblioteca estaba bañada por un silencio solemne, interrumpido apenas por el crepitar de las velas. Lutgard estaba de pie, con un libro en las manos que no leía. Me observó entrar con esa calma que siempre me ponía nerviosa.
—¿Siempre comes tanto? —preguntó, arqueando una ceja.
Me acomodé en el sillón largo como si fuera mío, con mi taza de té caliente y mi pijama azul navy de pantalón largo y blusa de tiras que proclamaba “Tengo hambre, ¿okay?”. Crucé los pies enfundados en medias negras sobre el brazo del sillón y le devolví una sonrisa insolente.
—Obvio. Amo comer. Y lo haré hasta que alguien me lo prohíba… lo cual sería un crimen contra la humanidad.
Un brillo fugaz pasó por sus ojos. No era una sonrisa, pero casi. Y entonces, como si alguien hubiera apagado un interruptor, el ambiente cambió. La ligereza se esfumó y el peso de algo mucho más serio cayó sobre ambos.
—Hace dieciséis años tuve un sueño —dijo, su voz profunda cortando el aire—. Te vi. Rodeada de sombras, cubierta de sangre. Una voz susurró tu nombre. Merath.
Un escalofrío me recorrió los brazos. —Yo también soñé contigo —confesé, bajando la vista a mi taza—. Hace tres semanas. Estabas allí, entre sombras, y… sentí que alguien más me observaba. Como si ya no me perteneciera ni mi propia vida.
Nuestras miradas se encontraron, y por un instante sentí que las sombras del sueño volvían a rodearme.
—Siempre supe que no era normal —admití, en un murmullo—, pero esto… esto me sobrepasa.
Lutgard se acercó, su presencia llenando el espacio como un muro invisible.
—No es accidente. No es casualidad. El vínculo es una cadena. Una unión que trasciende la voluntad. Tu sangre responde a la mía porque llevas parte de mí en tu interior.
Mi estómago se contrajo. —¿Y cómo llegó ahí?
Por primera vez, vi una grieta en su máscara de control. Una sombra de frustración.
—No lo sé. No recuerdo haber compartido mi sangre con nadie. Y sin embargo… la llevas.
Tragué saliva y lo miré directo. —Bien. ¿Y qué significa? Dame las reglas de este maldito club.
Se irguió, erguido y solemne como un juez dictando sentencia.
—Primera regla: la separación entre el mundo humano y el nuestro es absoluta. Nadie debe saber lo que eres.
—Demasiado tarde, creo que mis amigas sospechan.
—Que sospechen no es lo mismo a que lo sepan —replicó con frialdad—. Segunda regla: aprenderás sobre las jerarquías y razas. La ignorancia es la manera más rápida de morir.
Comenzó a caminar lentamente, como un predador que mide cada palabra.
—Los vampiros no entramos en las guerras raciales. No porque seamos neutrales, sino porque no nos rebajamos. Los elfos se creen superiores, las hadas son vanidosas y corruptas, los lobos son bestias sin control. Y las gárgolas… —su voz se tornó áspera—. Son ruido y fuerza bruta, sin propósito. Nos parecen un insulto a lo que somos.
Me recosté con los brazos cruzados, arqueando una ceja. —Vaya, qué sociable eres. ¿También detestas a los unicornios?
Lo ignoró por completo.
—Y luego están las sombras. —Su voz bajó, cargada de gravedad—. Nadie sabe cómo lucen realmente. Solo muestran un reflejo espectral. Son capaces de habitar en otros cuerpos si encuentran afinidad. Son impredecibles. Invisibles hasta que ya es demasiado tarde.
Un escalofrío me atravesó la piel. —¿Y qué quieren?
—Lo mismo que cualquier depredador: devorar, poseer, dominar.
Guardé silencio, tragando el nudo en mi garganta.
Él continuó, implacable.
—Y los dragones… Habitan en Escocia. No se mezclan, pero se sabe que comparten ascendencia con los elfos. No hay amistad, solo conciencia mutua. Reconocen a los suyos, y nosotros reconocemos que es mejor no cruzar su camino.
Me dejé caer contra el sillón, mirando al techo. —Perfecto. Entonces estoy atrapada entre un vampiro controlador, un club de razas que se odian, y unas sombras que pueden poseerme. Maravilloso.
—Exacto. —Su mirada se endureció—. Un paso en falso y lo perderás todo.
El aire se volvió tan denso que parecía imposible respirar. Lo observé, con una furia cansada en el pecho.
—Entonces asegúrate de que no caiga —dije, con más valentía de la que sentía.
El silencio volvió, pesado, inevitable.
—Ya basta —rompí la tensión de golpe, alzando la taza de té como si brindara—. Esto es deprimente. Si voy a sobrevivir a un apocalipsis de sombras, necesito conocer al tipo con el que estoy encadenada.
Él arqueó una ceja. —¿Qué propones?
—Un juego. Preguntas rápidas. Tú me preguntas, yo respondo, y luego al revés.
Pareció irritado, pero aceptó con un leve gesto.
—Edad.
—Veintiséis. —Lo miré desafiante—. ¿Y tú?
Su respuesta llegó sin titubeo.
—Cuatrocientos cincuenta y tres.
Casi me atraganto con el té. —¿¡Qué!? No… ¡no pareces mayor de treinta!
Una sonrisa fría curvó sus labios. —Ventajas de la eternidad.
Lo miré de arriba abajo, incrédula. —Genial. Estoy vinculada a un abuelo eterno con complejo de modelo. Qué suerte la mía.
Él ignoró la provocación. —Color favorito.
—Negro, azul oscuro, y plateado, pero puedo variar; menos el rosado ese color lo detesto—Me encogí de hombros—. ¿El tuyo?
—Rojo.
—Oh, claro, cómo no —murmuré—. Sangre everywhere.
Él no lo negó.
—Pasatiempo.
—Comer. —Sonreí con orgullo.
—¿Eso cuenta como pasatiempo?
—Claro. Mira lo feliz que me hace un plato de pasta. —Lo miré fijo—. Espagueti con carne molida, salsa roja y parmesano. Mi gloria personal.
Hubo un destello en su mirada, como si aquello le resultara fascinante.
—¿Y el tuyo? —pregunté.
—No tengo pasatiempos.
—¿Ni uno? ¿Nada?
—No los necesito.
Rodé los ojos. —Dios, qué divertido eres.
Hubo un silencio, esta vez distinto. No incómodo, sino cargado de algo que no quería nombrar.
—¿Comida favorita? —pregunté, solo para romperlo.