Almas de Media Noche

Capítulo 14

LUTGARD

El silencio volvió a reinar en la biblioteca después de que Merath salió, dejando tras de sí el leve aroma de té mezclado con su esencia. Me quedé quieto, observando el espacio vacío donde había estado recostada en el sillón, con sus piernas alargadas, su insolencia descarada y esa facilidad irritante para hacerme olvidar que debería estar al mando de todo esto.

Esa mujer… esa mitad elfa, mitad humana, marcada con mi sangre…

Había logrado, en unas pocas horas, lo que siglos enteros de batallas, intrigas y mujeres nunca consiguieron: romper mi control.

Recordé cada palabra de nuestra conversación.

Sus preguntas desafiantes.

Su sarcasmo cuando yo hablaba de reglas y razas que podrían destruirla con un chasquido.

Y la forma en que me miró cuando confesé no tener un tipo de sangre favorito.

No era solo insolencia. Era valentía.

Una valentía que me atraía tanto como me irritaba.

Y allí estaba el verdadero problema.

Porque cada vez que su corazón se aceleraba en mi presencia, yo lo escuchaba como un tambor marcando el ritmo de una tentación prohibida. Cada vez que hablaba con esa voz firme, yo sentía la punzada absurda de querer acercarme más, arrancarle la resistencia, probar el calor que escondía.

Mis colmillos dolían. Mi pecho ardía.

Y lo peor de todo: mi propio cuerpo me traicionaba, reaccionando a su olor, a su tono, al simple roce de su mirada.

Quise convencerme de que era el vínculo, de que todo era consecuencia de esa cadena absurda que alguien, en algún lugar, había manipulado para unirnos. Y sin embargo… sabía que había más.

Algo externo nos estaba empujando. Alguien movía las piezas.

Y eso me enfurecía.

Me irritaba la idea de que mi voluntad —la voluntad de alguien que ha sobrevivido siglos, que nunca se ha arrodillado ante nadie— pudiera estar siendo torcida por una fuerza ajena. Era inaceptable. Y, sin embargo, cada vez que Merath me lanzaba una broma mordaz, cada vez que sonreía con esa mezcla de descaro y vulnerabilidad… yo no quería resistirme.

La necesidad de protegerla era absurda. No era mía.

Y, aun así, cuando pensé en las sombras que la habían rondado, la idea de perderla me encendió una furia salvaje que apenas pude contener.

La verdad era más simple, más primitiva.

Quería su sangre.

Necesitaba su sangre.

No cualquier sangre, no la de humanos que solo servían para calmar el hambre física. La suya.

Esa mezcla imposible que llevaba mi esencia, esa dulzura cálida que latía bajo su piel, esa contradicción de fuerza y fragilidad que me llamaba con cada respiración.

Mis manos se cerraron en puños, y tuve que apretar los dientes para no salir de inmediato a buscarla.

No. Aún no.

No podía permitirme precipitarme. Si bebía de ella sin preparación, la perdería. No por la muerte, sino por miedo.

Y lo último que podía darme el lujo de perder era el frágil terreno que había ganado con ella esta noche.

Decidí esperar.

Unos días, quizás. Probar con otra sangre. Buscar en las calles lo que siempre había calmado mis instintos. Humanos dispuestos, humanos inconscientes… daba igual.

Pero incluso mientras lo pensaba, lo supe: ninguna otra sangre saciaría lo que estaba creciendo dentro de mí.

Porque no era solo el hambre. Era el vínculo. Era el deseo. Una obsesión.

Me quedé quieto, de pie en medio de la biblioteca oscura, con el eco de su risa aún resonando en mi mente.

Y supe que todo había cambiado.

Ella era mía.

Aunque no lo quisiera.

Aunque yo mismo lo negara.

Y aunque tuviera que esperar unos días más, tarde o temprano, bebería de ella.

Esperé hasta que el reloj marcó casi la medianoche. El hambre era un peso insoportable, un tambor constante en mis venas. Podía resistir, claro, siempre había resistido. Pero esta vez no era lo mismo. Era más agudo, más punzante. Como si mi propio cuerpo exigiera lo que yo me negaba a aceptar.

Si la necesidad era natural, al menos la saciaría de la mejor manera.

Me teletransporté a un callejón cercano a un bar costoso en Kensington High Street. El aire estaba impregnado de humo de cigarro y perfume caro. Risas y música llegaban desde adentro, un bullicio que me resultaba trivial. Lo único que buscaba era el latido adecuado, el sabor correcto.

Porque la sangre nunca es igual.

La de un cuerpo enfermo sabe insípida, gris.

La de alguien intoxicado con drogas o medicamentos se vuelve amarga, con un regusto metálico insoportable.

La sangre de una mujer en ovulación es picante, punzante, con un dejo de electricidad.




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