MERATH
El silencio se extendió entre nosotros como una bruma densa. Lutgard no decía nada; su respiración era lenta, áspera, como si cada inhalación fuera una batalla interna.
Yo lo observaba de pie, a pocos pasos de él. Parecía… atrapado dentro de sí mismo. Sus manos se aferraban al sillón, los nudillos blancos, los músculos tensos.
—Esto es ridículo —dije al fin, con la voz quebrada por la incomodidad—. Si es mi sangre la que necesitas… hazlo.
Él levantó la mirada. Sus ojos, rojos y oscuros, me atravesaron con tal intensidad que un escalofrío me recorrió de pies a cabeza.
Tragué saliva, pero no aparté la vista. Estaba aterrada, sí, pero también decidida.
—No quiero que te consumas por mi culpa —continué, levantando el brazo—. Si con esto puedo evitarlo… entonces adelante.
Extendí la muñeca, temblando un poco. El gesto me resultaba irreal. ¿Qué clase de persona ofrecía su propia sangre como si nada? Ah, cierto, la mitad elfa, mitad humana, con ADN vampírico incluido. Gran detalle, Merath.
Él no se movió al instante. Sus ojos se fijaron en mi muñeca como si fuese la respuesta a todas sus tormentas. Yo apreté los labios, esperando.
Finalmente, su voz salió ronca, apenas un murmullo:
—No sabes lo que estás haciendo.
—Probablemente —admití—, pero tampoco tú.
El aire entre nosotros vibró. Y antes de que pudiera retractarme, Lutgard tomó mi muñeca con un cuidado que contrastaba con la fiereza de su mirada.
Sus dedos fríos rozaron mi piel caliente. Y mi respiración se detuvo.
LUTGARD
La lucha interna era insoportable.
Desde la mañana me había sentido un animal enjaulado, devorado por la ira, la irritabilidad y un hambre que nada podía saciar. Pero ahora, con su muñeca desnuda frente a mí, todo se reducía a un instinto: morder.
Me acerqué lentamente, como un depredador que teme que su presa huya. El aroma de su sangre me envolvía antes de probarla: dulce, cálida, espesa… un perfume adictivo que me hizo temblar.
Y cuando mis colmillos rozaron su piel, lo supe. No era solo la dulzura de la herencia élfica. Había un matiz inconfundible. Pureza. Virginidad.
Un deseo visceral me atravesó, no solo hambre, sino algo más profundo. Algo carnal.
Lamí su piel antes de morder, un instinto antiguo, y su sabor explotó en mi boca. Gemí bajo, grave, incapaz de contener el éxtasis. Cada trago era fuego líquido bajando por mi garganta.
Esto no es sangre. Es veneno. Es deseo.
El hambre en mis entrañas se mezcló con otra hambre, una que había ignorado por siglos.
El recuerdo ancestral de lo que éramos los vampiros: seres hambrientos, sí, pero también sexuales, predadores de cuerpo y alma.
No escuchaba sus palabras. Apenas si oía su respiración acelerada.
Me moví sin pensar. La atraje hacia mí, sentándola en mi regazo. Su cuerpo encajó contra el mío con una naturalidad peligrosa. Pude sentir cada curva a través de la ropa ligera que llevaba: pantalones sueltos, un suéter holgado… nada provocativo, pero ahora todo en ella lo era.
Su olor cambió. Del dulzor inicial al picante sutil de la excitación mezclada con preocupación. Y ese cambio volvió su sabor aún más adictivo.
Mis colmillos dejaron la muñeca y se deslizaron hacia su cuello. Lamí su piel antes de hundirme, y el mundo desapareció.
El tiempo se diluyó en el latido de su corazón contra mis labios. En el calor de su cuerpo temblando contra el mío. En el gemido grave que se escapó de mi garganta mientras bebía lo único que podía saciarme.
Al final, me obligué a soltarla. Abrí los ojos y la vi: pálida, respirando rápido, pero con esa chispa desafiante que nunca se apagaba en ella.
No lo pensé. No lo razoné. Solo lo dije, con la voz grave y cargada de posesión:
—Eres mía.