MERATH
El amanecer se coló por la ventana de mi habitación, pero yo ya llevaba despierta mucho antes de que los primeros rayos pintaran el cielo. Apenas había conciliado el sueño, y cuando por fin lo logré, solo fueron fragmentos de sueños inquietos que me dejaban más cansada que descansada.
Me levanté con torpeza, como si la noche anterior me hubiese drenado hasta el alma. Y de alguna forma, sí lo había hecho.
“Eres mía.”
Las palabras de Lutgard seguían resonando en mi mente como un eco insoportable. Mi orgullo no me permitía aceptarlas. Mi corazón tampoco. Y, sin embargo, la parte más molesta de todo era que… una chispa dentro de mí no las rechazaba del todo.
—Ridículo —me dije en voz baja, echándome agua fría en la cara en el baño.
El reflejo me devolvió una mirada cansada, con ojeras marcadas, pero también con ese brillo extraño en mis ojos que no reconocía como mío. Como si hubiera algo más asomándose desde adentro.
Me vestí rápido, con ropa cómoda, evitando pensar demasiado en mi aspecto. No tenía ganas de lidiar con él, ni con sus ojos, ni con sus malditas frases posesivas.
La cocina estaba silenciosa. Encontré algo de pan y jugo, nada más. Comí despacio, obligándome a disfrutar del sabor cotidiano de un desayuno sencillo. No café, no té. Solo pan y jugo. Algo que me recordara que todavía quedaba normalidad en medio de todo.
Después de comer, me refugié en mi cuarto. Decidí acostarme en la cama y mirar al techo de la habitación. No tenia nada para hacer y tampoco iría a la biblioteca porque estaría ahí. Lo sé.
Al llegar el mediodía, el teléfono vibró. Era Odvier. Contesté de inmediato. Su voz, elegante y algo impaciente como siempre, me recordó que debía mantenerme firme.
Me dijo que teníamos que hablar pronto, como había acordado ayer y que era necesario que Lutgard también estuviera presente.
Me quedé un segundo en silencio, apretando los labios. Claro, porque justo eso era lo que necesitaba: otra conversación cargada de tensión con mi “compañero de vínculo”.
Suspiré y colgué después de acordar un horario.
Caminando por los pasillos que parecían interminables, llenos de cuadros de rostros severos y estanterías que olían a siglos de polvo. Finalmente, la biblioteca.
Lutgard estaba recostado en un sillón, una mano sobre la frente, como si intentara contener un dolor invisible. Su piel estaba más pálida de lo normal, y su respiración tenía un matiz áspero, casi salvaje. No de nuevo, esta situación se está repitiendo.
—Mi tío quiere venir a hablar —dije, manteniendo mi voz neutra.
Él levantó los ojos hacia mí. No habló al instante, solo me observó. Había algo en su mirada que me erizó la piel: hambre y tensión.
—Está bien —respondió al fin, su voz más baja, más grave, como un gruñido contenido — Es lo que esperaba.
Lo observé unos segundos más. Había algo descompuesto en él, una sombra detrás de su control.
—Entonces… le diré que venga aquí —concluí, dando media vuelta.
Mientras me alejaba, sentí esa sensación punzante otra vez: incredulidad, deseo, hambre feroz. No eran míos. Eran suyos. Y eso me sacudió más que cualquier palabra.
Lo dejé ahí, recostado, y marqué a Odvier solo para confirmar.
LUTDGARD
La mañana fue un suplicio.
No dormí. No pude. La sangre en mis venas ardía como fuego maldito, y mi mente revivía cada instante de la noche anterior. El calor de su cuerpo contra el mío, la dulzura adictiva de su sangre, la chispa peligrosa que encendió mis sentidos.
Y luego, sus palabras. Ya tengo a alguien.
Mentira o no, me irritaba como una espina clavada en lo más profundo. Una idea imposible de arrancar.
Traté de mantenerme lejos de ella durante la mañana. No quería verla. No quería olerla. No quería sentir cómo el hambre en mí se mezclaba con algo mucho peor: deseo. Un deseo que no conocía, que nunca había experimentado, que me recordaba que, aunque llevara siglos con vida, había instintos que jamás había tenido que enfrentar.
Cuando entró en la biblioteca, su presencia fue un golpe. Su aroma llenó el aire y mi cuerpo reaccionó como si fuera la primera vez que la veía.
Me habló, y apenas entendí lo que decía. Su voz llegaba como un eco distante, porque todo en mí se reducía al esfuerzo titánico de no abalanzarme sobre ella. Como si no me hubiera alimentado de ella ayer.
Respondí y la observé irse. Su espalda erguida, firme, orgullosa. Y al mismo tiempo, pude sentirlo: su irritación, su duda, su rabia contenida.
Eso fue lo que me perturbó más. Que ella pudiera sentirme. Que pudiera leer mis emociones cuando nadie, en siglos, jamás lo había hecho.
Me quedé ahí, atrapado entre el hambre y la rabia, preguntándome cuánto tiempo más podría contenerme antes de perder el control por completo.
Y lo peor era que lo sabía: cada segundo a su lado me acercaba más a esa frontera.