Me desperté con la sensación inquietante de que alguien me observaba. Era como una presión silenciosa, un roce invisible que me hacía sentir vigilada incluso con los ojos cerrados. Sabía quién era. Podía casi sentir sus emociones rozando las mías: hambre, deseo, control contenido. Lutgard.
Abrí los ojos lentamente, pero no lo vi. Sin embargo, la sensación permaneció conmigo mientras me vestía y bajaba a la cocina.
Él ya estaba allí. De pie junto a la ventana, con la luz de la mañana recortando su silueta. Su semblante era distinto: se veía mejor, más sereno, pero con una perturbación latente en su mirada carmesí.
—¿Necesitas más sangre? —pregunté antes de pensarlo.
La pregunta me sorprendió tanto a mí como a él. Yo misma había ofrecido algo que debería temer. Y, sin embargo, lo hice. ¿Y si al darle de beber me vuelvo adicta a estas sensaciones? No era solo dolor o placer, era algo más profundo, casi prohibido. Sacudí la cabeza discretamente, como si pudiera despejar esos pensamientos antes de que me consumieran.
Él ladeó la cabeza, estudiándome.
—No… por ahora.
Me serví un jugo y me senté frente a él. El silencio se estiró unos segundos antes de que yo misma lo rompiera.
—Necesito entender qué habilidades debo aprender.
Eso pareció interesarle. Caminó hacia mí, apoyándose en la mesa con una calma intimidante.
—Tienes dos claras: la teletransportación, por mi sangre… y la empatía emocional, por la tuya.
Tragué saliva y lo miré con seriedad.
—No tengo control sobre eso. A veces me inunda tanto que me enferma. Sentir las emociones de todos… cuando son intensas es como un golpe. —Me apreté las sienes con las manos—. A veces quisiera apagarlo.
Él me observó en silencio, con esa manera suya de analizarme como si fuera un enigma. Luego asintió lentamente.
—Hallaremos la forma de que lo controles. Lo necesitas.
Su tono era firme, casi una promesa.
—¿Y tú? —pregunté, intentando darle la vuelta a la conversación—. ¿Qué puedes hacer además de verme como si fueras a devorarme?
Sus labios se curvaron en una sonrisa peligrosa.
—Teletransportación. Fuerza muy por encima de cualquier criatura humana. Y atracción.
—Atracción… —repetí, entornando los ojos.
—Un pequeño truco —explicó, con voz baja, casi divertida—. Puedo influir en otros, hacer que quieran lo que yo quiero.
—Mi tío tiene algo parecido, pero usa la voz. —Lo miré fijamente, con media sonrisa—. Supongo que es cosa de elfos, siempre tan seductores.
Él soltó una risa breve, ronca, pero no me quitó la mirada de encima.
—Sí, cosa de elfos. Siempre jugando con la voluntad de los demás.
—Y los vampiros no hacen eso, ¿verdad? —pregunté con ironía, dando un sorbo a mi jugo.
Él no respondió, pero la sonrisa en sus labios fue suficiente.
El ambiente cambió de nuevo, cargándose de esa tensión que siempre flotaba entre nosotros. Lutgard se enderezó y habló con seriedad.
—Necesitas aprender a defenderte. No podemos olvidar lo que pasó con las sombras.
El recuerdo me hizo estremecer, y asentí.
—Quiero aprender. No puedo depender de ti siempre.
Él se quedó pensativo unos segundos antes de responder.
—Conozco a alguien que puede ayudarte. Lo traeré en los próximos días.
Miré por la ventana, pensando en todo lo que había pasado.
—Han pasado solo cinco días desde que llegué a esta casa… pero se siente como si hubiera sido más.
Él me miró fijamente, con un destello extraño en la mirada.
—Porque tu vida cambió para siempre desde el momento en que entraste aquí.
Me quedé en silencio, jugando con el vaso en mis manos, sin atreverme a responder.
Después de nuestra charla en la cocina, intenté distraerme con algo tan sencillo como recoger los platos. No quería quedarme mucho tiempo bajo su mirada; era como tener un depredador elegante, paciente, siguiéndote con la vista.
—¿Siempre miras así? —pregunté mientras enjuagaba el vaso.
—¿Así cómo? —respondió, acercándose hasta quedar detrás de mí.
Pude sentir su presencia, tan cerca que el aire parecía volverse más denso.
—Como si fueras a diseccionarme con los ojos.
Escuché un leve ronquido grave, como una risa oscura.
—Tal vez lo hago.
Rodé los ojos, intentando quitarle hierro al ambiente, aunque mi piel se erizaba.
—Qué reconfortante.
Cuando terminé, me giré para salir de la cocina, pero él me detuvo con una pregunta inesperada.
—¿Qué hacías antes de todo esto? Antes de que tu mundo cambiara.
Me quedé en silencio un segundo, sorprendida por su tono. No era una pregunta casual. Quería saberlo.
—Vivía. trabajaba, reía con mis amigos. Me preocupaba por cosas tontas como si mi cereal llevaba suficiente azúcar o si mi hermana me escondía los zapatos. —Lo miré directo a los ojos—. No pensaba en vampiros ni en vínculos. Nunca tuvimos mucho contacto con este mundo.
Sus labios se curvaron levemente.
—Ahora piensas en mí.
Sentí el calor subirme al rostro. Abrí la boca para responder con sarcasmo, pero lo cerré de golpe y crucé los brazos.
—Pienso en que necesito un espacio propio. No todo gira alrededor tuyo.
Él me sostuvo la mirada sin decir nada, y en ese silencio entendí que había algo en su expresión que no era burla… era verdad.
Me alejé de la cocina, tratando de ignorar el extraño peso de esa conversación, y terminé explorando un poco más la casa. Cada rincón parecía una mezcla de elegancia gótica y opresión antigua. Grandes ventanales cubiertos de cortinas pesadas, alfombras que parecían tragarse mis pasos y cuadros oscuros que casi te seguían con la mirada.
—Tu casa parece un museo encantado —comenté en voz alta cuando Lutgard me alcanzó en el pasillo.
—Es un hogar —dijo con seriedad.
—Claro, un hogar perfecto para vampiros deprimidos. Falta el ataúd y las telarañas estratégicas.