El sueño comenzó como siempre: un mar de sombras espesas, ondulando como humo vivo. Pero esta vez había algo distinto. Entre todas esas siluetas sin rostro, una se separó del resto. Su forma era más nítida, más densa, y aunque no distinguía un rostro, sabía que me estaba mirando.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda cuando escuché esa voz:
—Te encontraré.
No era un grito ni un susurro, era un eco espectral que atravesó mi pecho como una daga helada. Desperté de golpe, sudando, con el corazón martillando.
—Genial, otra noche de horror gratis —murmuré, pasándome una mano por la frente.
Me levanté, me di una ducha rápida y me puse ropa cómoda, unos jeans ajustados y una blusa holgada. Al menos aparentaría normalidad, aunque por dentro todavía llevaba esa voz reptando en mis oídos.
Cuando bajé por las escaleras, escuché murmullos en la sala principal. Voces nuevas. Me detuve a medio camino, con curiosidad, y vi a Lutgard conversando con dos desconocidos.
Y entonces ellos también lo sintieron: mi presencia. Giraron la cabeza hacia mí casi al mismo tiempo.
Eran hermosos. De una belleza distinta a la de Lutgard, pero igual de intensa.
La mujer tenía el cabello entre castaño y rojizo, lleno de rizos largos que caían en ondas libres sobre sus hombros. Su piel blanca resaltaba con el conjunto negro que llevaba: elegante pero atrevido, con un escote pronunciado y un corte que realzaba su cuerpo. Sus ojos dorados brillaban como metal fundido, y el porte altivo me dejó claro que era alguien acostumbrada a ser el centro de atención. Orgullosa, segura, y consciente de cada curva de su figura.
Me la quedé mirando un segundo, fascinada por lo imponente que era… pero no intimidada. Nunca me había sentido menos frente a la belleza de otra mujer. Yo me amaba como era.
El hombre, en cambio, tenía un aire distinto. Su cabello plateado recogido en una coleta alta, dejando a la vista unas facciones delicadas, casi de estatua, pero con un aire de masculinidad sutil. Llevaba lentes que le daban un toque intelectual, aunque su cuerpo atlético, vestido con ropa de corte militar, dejaba claro que no era ningún ratón de biblioteca. Sus ojos, también dorados, transmitían algo inesperado: amabilidad.
Me parecían familiares. Aunque estaba segura de no haberlos visto nunca, había algo en ellos que despertaba una extraña sensación de reconocimiento.
—Veo que ya se encontraron —interrumpió Lutgard, con su voz grave y esa calma que parecía forzada.
Me miró directamente, como si quisiera leer mi reacción, y luego hizo el gesto de presentarlos.
—Emma y Ethan Russ. Mis primos.
Emma me evaluó de arriba a abajo, sus labios curvándose en una sonrisa pequeña, casi felina.
—Así que… esta es la famosa Merath —dijo, con un tono cargado de interés y juicio al mismo tiempo.
Ethan, en cambio, me dedicó una inclinación de cabeza educada, acompañado de una sonrisa amable.
—Un placer conocerte.
La sala se llenó de un silencio breve pero cargado, en el que cada uno parecía medir al otro. Emma irradiaba orgullo y altivez, como si me estuviera desafiando sin palabras. Ethan desprendía simpatía y cordialidad, aunque bajo esa fachada sentía un filo de inteligencia analítica. Y Lutgard… bueno, Lutgard observaba todo con atención, como si ya supiera que la dinámica no sería nada sencilla.
Emma no tardó en romper el silencio. Dio unos pasos hacia mí, el sonido de sus tacones resonando sobre el suelo de mármol, con la seguridad de quien está acostumbrada a dominar una habitación.
—Eres más… terrenal de lo que esperaba —comentó, su mirada recorriéndome como si evaluara una mercancía.
Rodé los ojos.
—Y tú eres más entrometida de lo que me advirtieron.
Ethan soltó una risa baja, rápida, como quien no puede evitar disfrutar de la fricción.
—Creo que me vas a caer bien, Merath.
Emma le lanzó una mirada cortante, pero él se encogió de hombros, divertido.
Lutgard se mantuvo en silencio, observando la escena con los brazos cruzados. Solo su ceja arqueada delataba lo mucho que estaba disfrutando en secreto del choque de personalidades.
—Así que tú eres… ¿qué exactamente? —preguntó Emma, ladeando la cabeza. Había un filo venenoso en su voz, pero lo cubría con una sonrisa perfecta.
—Mitad humana, mitad elfa, con un bonus track de sangre que nadie pidió —respondí con ironía, levantando las cejas.
—Y orgullosa de ello, por lo que veo.
—Orgullosa de estar viva, que es diferente —ataqué de vuelta.
Por un segundo, nuestras miradas se encontraron como dos espadas que chocan. No me moví, y ella tampoco.
Ethan se aclaró la garganta, intentando romper la tensión.
—Lo que Emma intenta decir —me miró de reojo, sabiendo que su hermana no lo perdonaría después—, es que somos familia de Lutgard. Y eso, de alguna manera, nos convierte en… aliados tuyos.
—O en jueces —corrigió Emma suavemente, con una media sonrisa peligrosa.
Me crucé de brazos.
—¿Sabes? Odio los tribunales. Nunca me ha ido bien con jueces.
Ethan volvió a reírse, y esta vez hasta Lutgard dejó escapar una exhalación sonora, casi una risa contenida. Emma frunció el ceño, pero no se inmutó; en lugar de enojarse, sonrió con un dejo de desafío.
—Tienes lengua afilada —comentó, como si estuviera evaluando una espada rara—. Eso puede ser un problema.
—O una ventaja, depende de quién esté escuchando —repliqué, alzando los hombros.
El ambiente se cargó de tensión, pero también de algo curioso: una chispa de respeto mutuo, aunque incómoda.
Lutgard finalmente habló, con ese tono grave que siempre parecía zanjar discusiones.
—Basta. No han venido aquí a medir fuerzas.
Emma alzó la barbilla.
—Solo quería conocerla, primo. Nada más.
—Pues ya la conociste —contestó él seco, con una firmeza que cortó cualquier otra réplica.