El sueño volvió. Otra vez.
Me desperté de golpe, con el corazón rebotando contra mis costillas. Ya había perdido la cuenta de cuántas noches era lo mismo. Demasiadas.
Me metí al baño, necesitando agua fría en la cara para disipar esa sensación pegajosa de miedo. El espejo me devolvió una imagen ojerosa, con el cabello enredado como si hubiera peleado con un huracán.
—Genial… Merath versión zombi —murmuré con ironía, secándome.
Apoyé las manos en el lavabo y cerré los ojos. Sí, podía sentirlo: esos sueños no eran simples invenciones de mi subconsciente. Había algo detrás. Algo que me observaba incluso mientras dormía. Y lo peor era que, gracias a mi maldita parte élfica, lo sentía real. Sentía las emociones, la hostilidad, el deseo de posesión.
“Un paso a la vez”, me repetí. Porque si no lo hacía, me iba a volver loca.
Volví a mi cuarto y me quedé un rato sentada en la cama, abrazando mis rodillas. La cabeza me daba vueltas entre lo que había soñado y lo que había pasado con Lutgard la noche anterior. Ese “eres mía” seguía repitiéndose como un eco molesto en mi mente.
Y lo peor era que había sentido lo que él sentía: deseo, hambre, obsesión, y esa maldita seguridad abrumadora que me hacía querer confiar en él, aunque todo me gritara que era un error.
Me levanté, necesitaba movimiento.
Al bajar las escaleras, lo vi a través de los ventanales: Lutgard y Ethan conversaban en el jardín, bajo el sol de la mañana. Los rayos les daban de lleno, dorando el cabello plateado de Ethan y resaltando los ángulos perfectos de Lutgard. Y entonces me cayó como una piedra en la cabeza.
El sol.
El sol no le hacía daño.
Me quedé un rato congelada, observando, sin atreverme a preguntar en voz alta. Ya habría tiempo. Pero eso añadía una nueva pregunta a mi lista de misterios con él.
Me fui directo a la cocina. Tenía hambre y necesitaba azúcar en mi sistema para no caer redonda. Preparé mi desayuno: pan tostado, huevos revueltos y jugo de naranja. Nada de café, no quería añadir ansiedad a mi cóctel de emociones.
Ya estaba sentada, disfrutando el primer bocado, cuando escuché pasos. Entraron Lutgard y Ethan, trayendo consigo la brisa del jardín. Ethan sonreía, esa sonrisa fácil y amable que te hacía sentir en confianza desde el primer segundo.
—Merath —saludó él, inclinando la cabeza como si estuviéramos en una especie de ceremonia formal.
—Ethan —contesté, levantando la ceja y alzando mi vaso de jugo—. Brindemos por sobrevivir otra noche más.
Él se río, de esa manera natural que no parecía tener doble filo como cada palabra de Lutgard.
—Tu sentido del humor es más fuerte de lo que pensaba. Bien, eso nos servirá. —Se acomodó en la silla frente a mí—. Desde hoy, entrenaremos juntos. Combate cuerpo a cuerpo.
Dejé el vaso en la mesa con un golpe suave.
—¿Combate cuerpo a cuerpo? ¿Conmigo? Espero que no quieras que te parta la cara en el primer intento.
Ethan soltó una carcajada, genuina, mientras Lutgard rodaba los ojos al fondo, apoyado en el marco de la puerta como si estuviera presenciando una comedia barata.
—No te preocupes —dijo Ethan, inclinándose hacia mí—. Si me golpeas, lo tomaré como parte del entrenamiento.
No pude evitar sonreírle. Su energía era… distinta. Ligera. Me hacía olvidar por unos segundos lo oscuro del vínculo y los sueños. Pero al mismo tiempo, sentía el cambio en el ambiente. Sentía a Lutgard. Sus emociones se movían como olas bajo una tormenta: irritación, incomodidad, un punto de celos disfrazados de indiferencia.
No dijo nada. Solo me miraba.
—Bueno, ya que serás mi entrenador oficial —continué, dándole un mordisco a mi pan—, dime: ¿qué talentos escondes además de esa cara bonita?
Ethan se acomodó los lentes con un gesto divertido.
—Leo mentes. Y muevo cosas con la mente también, telequinesis. —Chasqueó los dedos y una de mis rebanadas de pan flotó unos centímetros antes de regresar a su plato.
—¡Oye! —exclamé, con la boca abierta en fingida indignación—. Eso es jugar sucio, ¿cómo voy a desayunar si me robas el pan con la mente?
Nos reímos los dos, y el ambiente se sintió más ligero.
Hasta que, por el rabillo del ojo, noté la mandíbula de Lutgard tensarse.
Ignoré esa vibra territorial que se escapaba de él y seguí hablando con Ethan.
—Mi turno. Yo… bueno, siento emociones. De los demás. A veces me agobia. Si son muy intensas, puedo terminar mareada, enferma. —Me encogí de hombros—. No tengo ni idea de cómo controlarlo.
Ethan asintió con comprensión.
—Eso es un don. Aunque ahora te parezca una maldición, aprenderás a manejarlo. Y créeme, puede salvarte en una pelea.
No me pasó desapercibido que Lutgard dio un paso hacia adelante en ese instante, su voz grave interrumpiendo:
—Lo controlará. Encontraremos la manera.
Me giré para mirarlo. Él no me miraba a mí, sino a Ethan. Como si le estuviera marcando un territorio invisible.
El aire se volvió denso un segundo, pero Ethan simplemente sonrió y cambió de tema.
—Después de que termines tu desayuno, iremos al salón del fondo. Te mostraré el espacio de entrenamiento.
—Perfecto —respondí, terminando mi jugo de un trago—. Pero que quede claro, Ethan… si me rompo una uña, será tu culpa.
Él río otra vez, y yo sentí la tensión aflojarse, aunque las emociones de Lutgard me seguían atravesando como cuchillas silenciosas.
Unos minutos después, me encontré con Ethan en el cuarto del fondo. Era como un mini gimnasio, con ventanales enormes que daban al patio, y el suelo cubierto de colchonetas amplias. Había un par de aparatos simples, pero lo que llamaba la atención era el espacio abierto, como diseñado específicamente para caídas, rodadas y… peleas.
Respiré hondo.
—Bueno… que empiece la masacre.
Ethan sonrió con calma.
—Prometo no romperte nada… todavía.
El salón se sentía diferente cuando cerraron la puerta. Amplio, con los ventanales bañados por la luz del sol, pero cargado con la expectativa de lo que iba a suceder. Ethan se plantó en el centro de la sala, recto, los ojos dorados brillando con una chispa de entusiasmo.