Almas de Media Noche

Capítulo 36

ODVIER

El aire nocturno olía a hierro y cenizas. He pasado los últimos meses persiguiendo rastros tan débiles que apenas podían llamarse pistas. Cada hilo, cada nombre, me llevaba a un muro de silencio. Edna…su hermana o más bien hermano, es el único que podía haber dejado una huella tan tenue en el mundo, como si nunca hubiera existido.

Pero yo lo sabía.

Yo siempre he sabido.

Este silencio no era ausencia: era ocultamiento. Y los que lo habían hecho desaparecer se cuidaron de borrar cada paso, cada contacto, cada recuerdo que pudiera delatarlo. Pero no me rendiría. Nunca lo había hecho.

Se supone que debía encontrarme con alguien del pasado, una vieja amiga de mi hermano, una elfa que había jurado guardar silencio mientras viviera. Si ella había aceptado hablar, significaba que las cosas estaban peor de lo que imaginaba.

Mi mano descansaba sobre el manto oscuro de mi capa me ocultaba entre la maleza húmeda. El bosque en las afueras del distrito de Kensington siempre había tenido un aire extraño: demasiado callado, demasiado expectante. Los rumores que había escuchado sobre sombras moviéndose allí, al parecer no era simples rumores.

Cuando estaba por acercarme al claro, lo sentí.

El aire cambió. El olor penetrante de la piedra húmeda mezclada con sangre vieja lo envolvió como un presagio. Las hojas crujieron bajo un peso que no pertenecía a los bosques, y de pronto, de entre los árboles, cuatro figuras emergieron al unísono.

Gárgolas.

Sus alas negras como la obsidiana se desplegaron con violencia, el siseo gutural que escapaba de sus gargantas me heló la sangre por unos instantes, pero mis músculos se tensaron, ya listos para defenderse.

—Claro que vendrían… —murmuré preparando para pelear, extendí mi brazo derecho donde apareció mi espada.

No esperé. No podía esperar. La primera arremetió con un gruñido, giré la hoja de mi arma destellando bajo la luz de la luna mientras atravesaba el costado de piedra de la criatura. El chillido de la gárgola estremeció las hojas de los árboles. Otro cayó sobre mí, sus garras extendidas. Rodee sobre mi lado izquierdo, cortándole las alas con un movimiento limpio.

Dos contra uno. Después tres contra uno. La lucha fue feroz, rápida, con la brutalidad característica de estas bestias. El aire se llenó de polvo y olor metálico, de sangre mí sangre y de ellos.

Pero lo inesperado vino después.

Una quinta presencia emergió del claro, y no era una gárgola. El aire se electrificó vibrando a mí alrededor un tipo de magia no había sentido en años: brillante, cortante, engañosamente hermosa.

Magia de hadas.

Entrecerré mis ojos para enfocarlo en esa presencia cuando vi que una mujer se alzó a pocos metros, envuelta en un resplandor etéreo que hizo que las gárgolas se detuvieran a su alrededor, como perros esperando órdenes. El cabello corto y dorado brillaba como un halo en la oscuridad. Su sonrisa era tan delicada como cruel.

—Tú… —apenas alcancé a decir, antes de que la onda de poder me golpeara.

Unas hebras luminosas, finas como telarañas, me envolvieron. Cuerdas invisibles que me inmovilizaron por completo. Intenté contraatacar, invocar un contra hechizo, pero la magia de hada era distinta, caprichosa y poderosa, y en ese instante me encadenó al suelo como si fuera un insecto bajo cristal.

Las gárgolas rugieron al unísono, y sin perder un segundo, me atacaron. Golpes, zarpazos, dientes contra mi carne. El dolor me envolvió en un torbellino insoportable. Luchaba, sí, pero cada movimiento era más pesado, cada respiración más forzada.

La mujer me observaba, fascinada por mi sufrimiento.

—Los secretos siempre encuentran la forma de salir a la luz, Odvier —susurró, aunque su voz apenas me llegó en medio del caos—. Y tú estás pagando el precio de haber guardado uno demasiado tiempo.

Su nombre vibró en mi mente. El de sus hijos. Y entre ellos, Merath.

Fue entonces cuando comprendí que no podía seguir allí. Que, si moría en ese bosque, todos los hilos de la verdad se perderían para siempre. Con lo poco de energía que me quedaba, con cada músculo ardiendo y la sangre empapándole la ropa, invocó un recuerdo: la casa, la risa de su sobrina, el olor de madera y polvo antiguo.

Merath.

Me aferré a esa imagen como si fuera el último rayo de luz en la tormenta. Un destello dorado me envolvió mientras la magia élfica me arrancaba de allí, transportandome a través de un túnel de dolor insoportable hasta que, por fin, mi cuerpo se desplomó en el suelo conocido de la sala.

No supe cuánto tiempo pasó antes de abrir los ojos y verla frente a mí. Solo alcancé a susurrar lo único que debía quedar claro, lo único que importaba:

—Tienes… que huir…

Y la oscuridad me reclamó una vez más.

MERATH

La sala todavía tenía ese olor metálico aun cuando habían pasado horas desde que Odvier se había desplomado entre mis brazos. Con ayuda de Emma habían logrado estabilizarlo: vendas improvisadas y paños húmedos. Después lo trasladaron al cuarto de huéspedes, donde ahora descansaba, respirando con dificultad, pero vivo.




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