El ambiente estaba tan pesado que el sonido del crujido de la madera en la chimenea era incómodo. Merath permanecía de pie, los ojos fijos en Odvier, esperando una respuesta que pudiera sostenerla o terminar de quebrarla. Lutgard, firme a su lado, no apartaba la mirada de ninguno de los dos, consciente de que la tensión podía romperse en cualquier dirección.
Odvier se acomodó en el sillón, su rostro aún marcado por el cansancio y las heridas que apenas habían sanado. Su voz salió grave, densa, cargada de recuerdos.
—Tu padre conoció a Edna en el mundo humano. Se enamoraron. Cuando por fin lo encontré después de su huida, ella ya estaba en un estado avanzado de embarazo.
Merath se llevó una mano a la boca, conteniendo un jadeo.
Odvier desvió la mirada, como si lo que recordaba aún le doliera.
—Discutimos. No porque ella fuera humana, nunca fue ese el problema: sino porque ese mundo era peligroso. Él estaba exponiéndose, arriesgando más de lo que podía manejar. Pero mi hermano era testarudo. Decidimos guardar el secreto entre nosotros.
Hizo una pausa, mirando hacia la nada, como si viera aquel pasado desfilar en la penumbra.
—La siguiente vez que lo visité… —su voz se volvió aún más baja— ya no era el mismo hombre que había conocido. Tú tenías tres años, Merath. Y había un niño de la misma edad. Pero Edna… ya no estaba.
El silencio reinaba casi con acoso.
—Me dijo que había muerto en el parto.
Merath sintió que le arrancaban el aire de los pulmones. La sangre martilleaba en sus sienes y comenzó a sentir dolor de cabeza, pero no emitió sonido alguno.
Odvier continuó, con los ojos endurecidos por la memoria.
—En ese entonces, pensé que tú y Midas eran hermanos. Así lo entendí. Pero cuando lo visité un año después… había una niña recién nacida en la casa. Una pequeña… sin madre.
El jadeo colectivo de Emma y Merath se escuchó tan alto que parecía indecente. La voz de Odvier voz se quebró apenas, pero la recompuso con un suspiro.
—Nunca me atreví a preguntarle qué estaba pasado. Mi hermano cada vez estaba más oscuro, más callado. Lo único que entendí, con el tiempo, es que Edna no había sido un simple enamoramiento. Fue su compañera. Y sin ella… se estaba consumiendo poco a poco, volviéndose loco.
Ethan, Emma y Lutgard se miraron entre sí, sin encontrar palabras. Merath se sintió atrapada, como si el suelo bajo sus pies desapareciera y el constante golpeteo en su sien la estaba atormentando, con la voz baja pero firme, fue ella quien rompió el mutismo:
—¿Entonces Maeve y Muna… no son mis hermanas?
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Odvier la miró, y en lugar de responder, desvió la vista hacia la ventana.
—Antes de aparecer aquí —dijo, ignorando la pregunta— iba camino a encontrarme con alguien que conoce la verdad completa, alguien que tiene detalles que yo no poseo. Pero fui atacado. Estuve frente a frente con Zelti.
La sola mención del nombre hizo que Emma frunciera el ceño y que los ojos de Lutgard se oscurecieran.
Odvier suspiró, agotado, y la miró por fin.
—No puedo responderte a esa pregunta, Merath.
Ella apretó los dientes, la rabia y la incertidumbre luchando dentro de su pecho.
Odvier bajó la voz, casi en un susurro cargado de peso:
—Pero lo que sí siento… lo que mi instinto me grita… es que ninguno de ellos son realmente tus hermanos.
El silencio que siguió fue brutal, tan denso que parecía que hasta la casa contuviera la respiración.
Merath las escuchaba, esas palabras que no podía procesar del todo. Sentía que el mundo a su alrededor se volvía bruma, que los rostros de todos los presentes se volvían sombras sin forma.
El ahogo llegó primero: la garganta cerrándose, el pecho ardiendo como si un hierro candente la aplastara desde dentro. Después, las lágrimas. Brotaban sin pedir permiso, quemándole la piel mientras su mirada se perdía entre todos y a la vez en nadie.
Ira. Confusión. Miedo. Desolación. Todo se mezclaba en un torbellino insoportable. La voz de Odvier aún resonaba: “ninguno de ellos son realmente tus hermanos” “tu madre está muerta” “tu padre es el desaparecido”
Un mareo le nubló los sentidos, y antes de que pudiera controlarlo, sus rodillas se doblaron bajo su peso. Cayó al suelo, apoyando las manos contra la madera fría.
—¡No! —gritó con una mezcla de dolor y furia que desgarró la sala; golpeó el piso con los puños, una y otra vez repitiendo ¡No, no, no! hasta que los nudillos ardieron y la piel se abrió en pequeños cortes. Cada impacto era un intento desesperado de liberar lo que la devoraba por dentro. Su llanto se mezclaba con el ruido seco de los golpes.
Ethan y Emma se movieron instintivamente hacia ella, los ojos abiertos de preocupación. Odvier también quiso avanzar, pero un sonido gutural los detuvo.
Lutgard gruñó. Fue un rugido bajo, cargado de furia y dolor, el grito de un depredador defendiendo lo que era suyo. Su rostro estaba descompuesto, los colmillos totalmente asomados, los ojos oscuros brillando con rabia.