Almas de Media Noche

Capítulo 43

MERATH

El aire estaba tan espeso que sentía que podía romperse con un suspiro. La sala parecía contener su aliento, como si todo lo que se había revelado antes fuera apenas un prólogo de lo que estaba por ocurrir. Cada uno estaba en sus pensamientos. Yo no podía dejar de ver a Muna y pensar qué era eso que tiene que revelar mi hermana de dieciséis años.

Cuando Lutgard y Ethan regresaron, el peso en sus hombros era evidente. Parecían desgastados, como si la reunión con los mayores hubiera devorado más de lo que podían dar. Yo abrí la boca para preguntar, pero antes de que pudiera decir nada, la voz de Muna me atravesó como un cuchillo.

—Es hora.

No sonó como su voz. O tal vez sí, pero con un tono extraño, más profundo, cargado de una certeza y rigidez que ninguna adolescente debería tener.

Todos la miramos. Su figura pequeña se levantó lentamente del brazo del sillón donde estaba sentada, y su sombra… su sombra se estiró de una manera que no era natural, como si quisiera liberarse del suelo.

Mi corazón latía con violencia. —¿Muna…?

Ella alzó el rostro, y en sus ojos vi algo que no pertenecía a ella. No era inocencia ni ternura: era tiempo, experiencia, poder.

Entonces ocurrió.

Una figura emergió de su cuerpo como un humo sólido agarrando forma, desgarrando el aire. Alto, esbelto, de piel tan blanca que parecía translúcida. El cabello rojizo oscuro caía liso sobre sus hombros, y sus facciones eran tan ambiguas que parecían moverse entre lo masculino y lo femenino con cada gesto. Su voz, cuando habló, fue suave y grave a la vez, perturbadora, como si resonara dentro de los huesos.

—Al fin… —susurró, mirando a Muna con una calma reverencial—. Has cumplido, pequeña.

El pánico atravesó la sala.

Emma se irguió de inmediato, con los ojos encendidos de incredulidad y la tensión crispando cada músculo. Ethan dio un paso adelante, poniéndose entre la sombra y cualquiera que pudiera estar en peligro. Lutgard gruñó bajo, un sonido animal que hizo vibrar mi pecho, y pude ver sus colmillos apenas asomados cuando me jaló hacia sí, protegiéndome.

Midas se levantó bruscamente, los puños cerrados, sin comprender nada, pero listo para arremeter. Maeve se cubrió la boca, sus ojos anegados de lágrimas por la duda de todo lo que está aconteciendo. Y Odvier… Odvier se quedó inmóvil, observando al ser como si lo hubiera esperado toda su vida.

—¿Quién… eres? —logré preguntar, con la voz apenas un susurro.

La figura me miró, y en esa mirada andrógina había algo que me heló: un reconocimiento, una cercanía que no debía existir.

—Soy Azael Varcrest —dijo, y su nombre pareció hundirse en mi piel como fuego helado—. El guardián entre las sombras…

Muna lo miraba sin miedo, como si todo esto hubiera sido parte de un pacto silencioso entre ambos.

—Dámelo, Muna —pidió Azael con suavidad.

Ella extendió la mano. Y ahí estaba: el medallón. El mismo que había visto desde el principio, la imagen que me había perseguido desde la primera noche. Sentí que las piernas me temblaban.

—No… —susurré, retrocediendo un paso. Pero nadie me oyó.

Muna entregó el medallón. Azael lo sostuvo un instante, acariciando su superficie, y luego lo arrojó al suelo con un movimiento lento. Lo pisó con delicadeza, como si sellara un ritual, y el metal se quebró con un chasquido seco.

Del medallón roto comenzó a brotar un humo negro que se expandió como un incendio en la sala. Nos rodeó, espesando el aire, y mis pulmones ardieron al respirarlo. Dentro del humo, una figura comenzó a tomar forma.

Primero una silueta. Luego músculos, piel, cabello.

Cuando el humo se disipó, lo vi.

Era un hombre de una belleza imponente. Alto, de presencia aplastante, su piel blanca contrastaba con el cabello corto color miel que brillaba bajo la luz. Sus ojos verdes, intensos como los bosques más profundos, me atravesaron con un peso imposible. Una barba corta y descuidada acentuaba la fuerza de su rostro que se me hacía conocido, aunque no lo había visto en mi vida.

Yo sentí que el mundo se detenía. El aire me abandonó por completo.

Debe ser el…Phaelion.

Mi padre.

El silencio que siguió fue más ensordecedor que cualquier grito.

—¿Qué…? —balbuceó Midas, con los ojos desorbitados, como si no pudiera aceptar lo que veía.

Maeve se derrumbó en llanto, tapándose el rostro con ambas manos.

Muna permanecía inmóvil, serena, como si hubiera esperado siempre este instante o eso quería aparentar, había algo en sus ojos que me ponía a pensar que toda esta situación también hacia algo dentro de ella, miraba fijamente a Maeve como queriendo ir hacia ella, pero se mantuvo en su lugar.

Emma apretó los labios, pálida, incapaz de reaccionar. Ethan se tensó aún más, con el instinto de proteger a todos y la incredulidad reflejada en su rostro.

Lutgard me sostuvo contra él con más fuerza, su respiración áspera en mi oído, como si no supiera si atacar o arrodillarse.




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