MERATH
El silencio se extendió como una sombra densa, tragándose cada rincón de la sala. Nadie respiraba con normalidad; era como si incluso el aire temiera quebrar aquel instante imposible.
Era real, palpable, tan imponente que llenaba el lugar con solo existir. Y, sin embargo, para mí era un extraño.
Midas fue el primero en reaccionar, su rabia estallando como un trueno.
—¡Esto es una jodida broma! —escupió, con los puños cerrados y la respiración entrecortada—. ¿Quién demonios eres tú?
Maeve, en cambio, apenas pudo balbucear, con lágrimas colgando de sus pestañas:
—¿De verdad…?
Muna permanecía inmóvil, sus ojos ahora atormentados, como si hubiera esperado este momento toda su vida pero que le costaba.
Emma cruzó los brazos, su expresión un filo de desconfianza. —Esto parece un circo —dijo con frialdad, aunque había tensión en su tono.
Ethan dio un paso adelante, intentando imponer su calma. —Sea quien sea… necesitamos una explicación. Ahora.
Lutgard se adelantó instintivamente, interponiéndose entre mí y todos los demás, su cuerpo firme como una muralla. —Nadie se acerca a Merath hasta que sepamos qué pretenden.
Yo no pude hablar. Sentía las lágrimas correr, el corazón martillando tan fuerte que apenas escuchaba.
Entonces Azael se movió.
No fue más que un gesto, un alzar de cabeza, pero el aire mismo se inclinó como si debiera cumplir su voluntad, fue algo extraño es como si su sola esencia fuera más allá del mundo humano e incluso del mundo de estos seres.
Ethan y Emma dieron un paso atrás, como arrastrados por un poder invisible. Lutgard también reaccionó: su cuerpo se tensó, sus músculos listos para el combate… pero no cedió. Su sangre, su linaje, le daban una resistencia que incluso Azael reconoció con un destello en su mirada.
El hombre de las sombras habló con esa voz grave que parecía sentirse en los huesos:
—El silencio, a veces es lo mejor en estos momentos —su mirada se volvió hacia Phaelion— Hay conversaciones que no admiten interrupciones.
Nadie osó replicar. Ni siquiera Midas, que respiraba de manera agitada.
Entonces, Azael inclinó apenas la cabeza, mirándolo. —Es tu momento, Phaelion.
Mi padre dio un paso al frente. Su voz, grave y poderosa, llenó la sala, cargada de un cansancio que parecía arrastrar siglos.
—Soy Phaelion, su padre —su mirada se posó primero en Midas, luego en Maeve, cuando miro a Muna había algo distinto— tanto de crianza como de sangre—Su mirada se clavó en mí, y me sentí desnuda bajo aquel peso— y todo inició con el día que conocí a Edna o mas bien con el momento que decidí abandonar mi hogar… se fue volviendo aun mas intenso cuando te tuve por primera vez entre mis brazos Merath.
Un nudo me cerró la garganta.
Phaelion giró luego hacia Midas, Maeve y Muna.
—Ustedes tres… no son un accidente, pero tampoco compartís la misma raíz. Voy a Explicarlo.
Midas apretó los dientes, los ojos encendidos. Maeve se aferró a su falda con una mano temblando y con la otra al pantalón de Midas. Muna apenas inclinó la cabeza, como si ya lo supiera.
Phaelion continuó:
—Midas, la verdad es que tú no eres hijo mío ni de Edna. Tu madre fue la mejor amiga de Edna. Cuando ella se fue, quedaste bajo mi cuidado… y junto a Merath creciste como hermano.
Midas abrió los ojos de par en par, la incredulidad transformándose en algo que no pude descifrar cuando su mirada se volvió hacia mí con la boca abierta impactado por la información.
—Maeve —siguió Phaelion, su voz más grave—, a ti te encontré en mi puerta una noche. Nadie me dijo de dónde venías, pero supe que no eras una niña común. Decidí acogerte, aunque nunca descubrí quién te dejó allí, sin embargo eso no cambia el hecho que te amo al igual que a tus hermanos.
Maeve se tapó la boca, un sollozo escapándose en el silencio.
Finalmente, sus ojos se posaron en la más joven.
—Y Muna… Azael fue quien la trajo hasta mí.
El aire se volvió pesado.
Midas maldijo por lo bajo, la confusión muy latente en todos y agitándolo todo escuchando el sollozo de Maeve en el fondo.
Muna, por primera vez, parpadeó, como si la serenidad que siempre la envolvía se quebrara apenas un instante.
Yo… yo no podía respirar.
Entonces Phaelion me miró otra vez, y su voz se hizo aún más dura:
—No fuisteis fruto del azar. Cada uno de ustedes llegó a mí de un modo distinto. Pero todos fueron mi promesa… y mi error.
El silencio me asfixiaba, me agarre la garganta simplemente por inercia. Cada palabra de Phaelion retumbaba en mi mente como un eco envenenado. Mi pecho ardía con rabia contenida, y antes de que pudiera detenerme, mi voz se alzó, amarga y rota:
—Explícate. Ahora, Phaelion.
No lo llamé padre. No podía. La palabra se me atragantaba como veneno.