MERATH
Quise preguntar, quise gritar que hablara claro, pero fue Azael quien, con esa voz grave y distante, retomó el hilo que parecía ya trazado mucho antes de nuestra existencia.
—La profecía no es un mapa —dijo, sus ojos fijos en nosotros, aunque parecía mirar más allá, como si viera a través del tiempo mismo—. Habla de vidas entrelazadas… las suyas, desde antes incluso de ser concebidos. Fuerzas que se atraían en silencio, como ríos ocultos que tarde o temprano terminan encontrándose.
Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Antes de ser concebidos? ¿Él estaba diciendo que nunca tuvimos elección?
Como si hubiera leído mi pensamiento, continuó:
—El destino es cambiante. Cada quien lo forja con sus decisiones, con cada paso, cada error, cada acto de amor o de odio. Pero existe un ser que lo sabe todo, cada final de cada camino que cualquier criatura podría tomar. Ese ser no interfiere. Solo observa. Y de ese silencio nacemos nosotros… los guardianes de las sendas. Estamos para vigilar, no para intervenir al menos que sea necesario, siempre hay excepciones.
Emma chasqueó la lengua, incrédula. —¿Siempre tienen que hablar en acertijos? ¿Por qué todo tiene que sonar como un maldito enigma?
Azael la miró de reojo, sin un ápice de emoción, y ese gesto bastó para que ella encogiera los hombros y levantara las manos en rendición. —Vale, vale… no he dicho nada.
Ethan fue quien rompió el momento, su voz cargada de respeto, como si de verdad temiera incomodar a Azael:
—Si todo esto es tan vasto… ¿Qué tienen que ver los vampiros? ¿Por qué nosotros?
Azael inclinó la cabeza, y un destello extraño brilló en su mirada.
—Porque ustedes son los cambios, esas excepciones que no estaban escritos. No necesariamente estaban involucrados en el tejido original, pero lo están ahora. Cada destino se forja en las decisiones… y ustedes eligieron. Eligieron estar.
Un silencio helado se extendió entre todos. Yo sentí la presión en mi pecho, la certeza amarga de que nuestras vidas nunca fueron realmente nuestras.
Lutgard, con la mandíbula apretada, dio un paso adelante.
—¿Y eso significa que todo esto derivará en una guerra entre razas?
Los ojos de Azael se clavaron en él, fríos como el acero.
—Eso… depende de cada parte.
El silencio después de las palabras de Azael pesó como plomo. Nadie se atrevía a respirar demasiado fuerte. Yo seguía intentando descifrar si mi vida era un plan maestro o una broma cósmica… cuando Maeve estalló.
—¡¿Y tú lo sabías todo este tiempo?! —su voz fue un látigo que me hizo estremecer.
Muna alzó la mirada. Y por primera vez, no vi la calma inquebrantable de siempre, sino un parpadeo de miedo, de algo que intentaba sostenerse sin conseguirlo.
—…Sí —susurró, apenas audible.
—¡No! ¡No te atrevas a decirlo tan tranquila! —Maeve avanzó, los ojos brillando de furia y lágrimas contenidas—. Te sentaste a la mesa con nosotros, te reíste de mis bromas, me abrazaste cuando pensé que me hundía… ¡y todo era una mentira!
Su voz se quebró al final, un hilo roto de dolor.
Midas quiso acercarse. —Maeve, calma—
—¡No me pidas calma! —lo apartó de un empujón—. ¡Yo la miraba como a una hermana, Midas! ¡Una hermana! Y resulta que no lo era. ¡Nunca lo fue!
Muna no respondió. Bajó los ojos, y vi cómo sus manos temblaban apenas, apretando la tela de su falda. Había lágrimas en el borde de sus pestañas, pero no se permitió que cayeran.
Maeve soltó una risa amarga. —¿Sabes qué es lo peor? Que no luches, que no digas nada. ¿Es culpa? ¿Es vergüenza? ¿O simplemente nunca te importamos?
El aire se volvió irrespirable.
Emma chasqueó la lengua, disfrutando como quien mira un incendio desde la distancia. Ethan permanecía rígido, analizando en silencio. Lutgard se colocó a mi lado; no hablaba, pero la tensión en su mandíbula decía suficiente.
Yo quería intervenir, decir algo, cualquier cosa… pero la escena tenía el peso de una verdad inevitable.
Finalmente, Muna levantó la vista, y ahí estaba: sus ojos húmedos, incapaces de esconder lo que callaba. No se defendió, no explicó, no pidió perdón. Solo dejó que Maeve viera que la herida también la atravesaba a ella.
Maeve la observó un instante más, y sus lágrimas, al fin, cayeron. —No lo vi venir de ti, Muna —dijo en un murmullo cargado de rabia—. Maldición.
El silencio que siguió fue peor que los gritos.
Por un momento, solo nos quedamos ahí, perdidos en pensamientos que pesaban más que cualquier guerra. Pero el ambiente no era solo de asombro; estaba roto, cargado con las emociones de la explosión de Maeve contra Muna. Cada uno parecía caminar sobre cristales rotos, intentando no hacer más ruido del necesario.
Sentí el cansancio golpearme de golpe, hundirse en mis huesos. Miré el reloj sobre la pared y apenas pude contener un suspiro.
—Es muy tarde… —dije en voz baja, como si romper el silencio fuera un delito—. Son las cuatro de la madrugada.