AZAEL
La casa estaba en silencio.
Un silencio de mortales exhaustos, de mentes rotas por verdades que nunca debieron escucharse tan temprano en sus vidas.
Me levanté del sillón sin hacer ruido. Ni siquiera Odvier —atento como un depredador a cada respiración— notó mi movimiento. Atravesé el pasillo con pasos lentos, como quien camina entre mundos.
Afuera, Londres seguía despierta. El amanecer aún estaba lejos. Las luces anaranjadas de los faroles parecían arder contra la neblina a pesar de lo lejos que estamos de la ciudad.
Me detuve junto a la ventana y dejé que la brisa helada me acariciara el rostro. Cerré los ojos, y allí estaban: los susurros del destino. Voces que no pertenecían a ningún tiempo ni espacio, un murmullo perpetuo que arrullaba a quienes sabían escuchar.
Había visto muchas profecías cumplirse, muchas caer al vacío. Pero esta… esta era distinta.
Cuatro luces que nacieron entrelazadas antes incluso de ser concebidas. Cuatro destinos que arrastrarían a reinos enteros hacia el caos o hacia el renacer.
Murmuré, apenas un soplo:
—El juego ha comenzado.
Una sombra más oscura que la noche se deslizó detrás de mí, al otro lado del vidrio. Su contorno no era humano ni bestia; era lo que soy, lo que seré siempre.
La observé fijamente y sonreí, un gesto apenas visible en mi rostro pálido.
Porque incluso yo, que soy guardián del destino, no sabía aún qué final escribirían esas luces en el tablero.
Y por primera vez en siglos… me sentí intrigado.