Camille intentó evadirlo durante todo el día, pero el muy condenado había encontrado una forma de seguirla a cada rincón al que fuera.
La muchacha sintió que se estaba burlando de ella.
Cher, por otro lado, se vio atrapada en un juego que poco logró entender y, por más que quiso averiguar la verdad, su hermano se negó a contársela.
No sabía si era correcto ventilar algo tan delicado y que, claramente no le incumbía.
Y ahí empezaba el debate más tortuoso al que se había enfrentado nunca: ¿Había hecho bien salvándola?
Por un lado, Philipe creía que sí. Respetaba la vida y la apreciaba por encima de todas las cosas, el problema era que, esa no era su vida.
Era la de ella y no estaba seguro si ella quería vivir.
¿Qué tenía que hacer? Se preguntó mientras la persiguió con la mirada.
¿Rendirse? ¿Dejarla morir? No, no podía hacer algo así. Ignorar la situación y actuar de forma indiferente o indolente. Ese no era el verdadero Philipe.
Camille apiló todos los platillos del almuerzo sintiendo los ojos del hombre sobre ella. Se sintió terriblemente intimidada, perseguida.
Intentó que su vigilancia constante no la desarmara, pero era difícil. Desde que se había subido a ese crucero, se sentía más débil que nunca.
Era su espíritu. Se había rendido.
Aunque a esa hora de la tarde, todos los comensales se habían retirado para comenzar con la diversión y disfrutar de las horas de sol junto a la piscina, Philipe seguía allí, custodiándola.
Los compañeros de Camille vaciaron el lugar. Debían terminar para que el segundo equipo de trabajo ingresara a preparar la cena. El trabajo nunca cesaba y Philipe era consciente de ello.
Cuando Camille se quedó sola, metiendo los manteles en el cesto de la lavandería, encontró que era el monto perfecto para dirigirse a él.
—Me haces sentir como la princesa encerrada en un castillo que es custodiada por el gran dragón que escupe fuego —le dijo de mala gana.
Philipe sonrió.
—Qué bueno que la princesa habla —le respondió él y se levantó de su mesa para acercarse.
Ya estaba sobrio, en sus cinco sentidos y totalmente concentrado en una cosa: en ella.
No pasó nada por alto.
Cuando más se acercó, ella más se tensó. Sus ojos nunca lo miraron. Philipe se preguntó si no era digno de que el dorado de sus ojos le regalara una sola mirada.
Philipe se plantó frente a ella, esperando hablar como dos personas razonables, pero notó que sus brazos apenas tenían fuerza para coger los largos y pesados manteles, así que la ayudó.
Aunque, claro, no le correspondía.
—No deberías... —Ella rápido se calló. Cuando entendió que razonar con él era caso perdido—. Olvídalo...
Philipe no pasó por alto su falta de fuerza y se preguntó: ¿cómo esos brazos tan débiles pudieron sostenerla de caer al vacío?
La respuesta fue fácil y no dudó en decírsela:
—Creo que no quieres morir.
Ella le miró con enojo.
—¿Disculpa? —Lo encaró furiosa y hasta se puso roja.
Philipe sonrió satisfecho.
Le gustó ver que aún quedaba un poco de chispa dentro de ella.
Los ojos dorados le brillaron por la ofensa.
—Lo que escuchaste —le dijo firme y le agarró un delgado brazo. Parecían ramas deshidratadas, lacias, cansadas—. Mira estos brazos... apenas levantas este pedazo de tela, pero si tuviste la fuerza para sostenerte...
—Basta, basta, cállate —le reclamó ella, poniéndose el dedo sobre los labios para que se callara de una buena vez.
Philipe le sonrió y trató de persuadirla.
—¿Por qué no lo intentas una vez más? —le preguntó y ella le miró con confusión—. Vivir... —Le sonrió.
Camille pensó que era lo más descabellado que había escuchado nunca y, aunque no supo porque, le dijo algo que era muy cierto:
—Ya olvidé cómo hacerlo. —Una sonrisa torcida la acompañó—. Dejé de vivir cuando me casé a los diecisiete...
Las muecas de Philipe cambiaron a decepción. No se esperaba que estuviera casada.
—¿Te casaste en secreto o qué? —se rio él, imaginándose una aventura secreta inesperada.
Esos amores alocados que te orillan a cometer locuras.
Para ese entonces, no sabía lo difícil que era la vida de las personas. Claro, su vida había sido gloriosa. Nacido en cuna de oro, con padres que lo amaban incondicionalmente; con exigencias, como todos los padres, pero siempre todo había sido tan fácil, tan... perfecto.
No conocía de otras realidades, porque nunca había salido al mundo real; nunca había visto unos ojos tan bonitos, pero tan heridos como los de Camille.
Camille suspiró y se sintió tan agobiada que, se agarró la frente con los dedos. Lo hacía siempre que sentía escabrosas ganas de llorar. Era su forma de contención.